El vicio Stendhal

14.7.12

La naturalidad en la escritura moderna es probablemente una invención de Stendhal. El maestro, desde luego, es Montaigne, pero la lengua de Montaigne se nos queda mucho más arcaica, y precisa de modernizaciones ortográficas y notas explicativas, aparte de la interrupción constante de las citas en latín. Stendhal ya es como nosotros. Sus diarios de hace dos siglos justos se leen como si acabaran de escribirse. O más exactamente: como si se estuvieran escribiendo ahora mismo, delante de nosotros. El nombre de Stendhal pertenece con toda justicia al panteón más exigente del arte de la novela, pero él es algo más que un gran novelista: es el escritor que escribe como habla y como respira; de vez en cuando se embarca en el proyecto de una novela, pero de un modo y otro está escribiendo siempre, sin propósito, por afición y por vicio, por el simple hábito de hacerlo, igual que viaja o pasea por la calle o se sienta en un café o asiste a una ópera o a alguna recepción o dedica una jornada metódica a examinar los frescos del Quattrocento en una iglesia italiana.

Dejando aparte las novelas, lo que escribe Stendhal nunca se sabe bien lo que es, y las novelas mismas están contaminadas de esa misma errancia azarosa, que excluye por igual las retóricas de lo literario y las construcciones demasiado rígidas de lo novelesco. Stendhal se propone hacer algo siguiendo un plan —una historia de la pintura en Italia, una biografía, un libro de viajes— y el plan parece que se le olvida al cabo de unas pocas páginas; lo que escribe, lo que acaba escribiendo siempre, es un diario entre íntimo y público que no tiene más forma que la de sus paseos o sus divagaciones, y que respira con la libertad sin afectación de una carta escrita con gusto y a mucha velocidad para una persona de plena confianza. El acto de escribir no aísla hurañamente a Stendhal de las otras tareas de la vida, sobre todo cuando se encuentra en su querida Italia. Escribe en Milán y no se pierde una función de ópera en La Scala. Trasnocha en un café o en una recepción en casa de una de aquellas damas espléndidas de las que estaba siempre enamorándose y al volver a su cuarto escribe todo lo que ha visto y todos los chismes de amoríos y adulterios que le han contado, y tiene tanto oído, o tanta capacidad para recrear imaginativamente el habla, que llena páginas en las que fluyen en primera persona los relatos de otros. Quizá le aburre un plan de trabajo en el momento mismo en que ha escrito un título en una página en blanco. Escribe una vida de Haydn, pero le da pereza o hay otro asunto que ha despertado su curiosidad y termina el libro de cualquier manera plagiando sin reparo a un biógrafo anterior. Sus libros de viajes por Italia probablemente surgieron de la intención comercial de aprovechar un mercado de turistas que buscaban guías metódicas de monumentos y ciudades. Pero le faltaba paciencia, y desde luego carecía por completo de método, hasta el punto de que en algún caso ni siquiera el título se corresponde con el contenido: casi las tres cuartas partes de Roma, Nápoles y Florencia tratan de Milán y Bolonia, y el espacio dedicado a la descripción de esos lugares es mínimo.

A Stendhal, contemporáneo de Ingres, lo entusiasmaban por encima de todo la pintura de la escuela de Rafael y las óperas de Mozart, de Cimarosa y de Rossini, y también era muy sensible a la arquitectura, pero jamás escribe como un crítico, ni separa la contemplación del arte de sus pasiones sentimentales ni de sus observaciones sobre los temperamentos humanos o las circunstancias políticas. Más que una guía, dice, lo que aspira a escribir es un recueil de sensations, un relato o un registro de lo más fugaz y también lo más primario, que no es el juicio erudito o pedante, sino la respuesta inmediata, la efusión emocional que despierta igual de intensamente un cuadro que una música, una cara de mujer vista a la luz de los candelabros de un teatro. A punto de morir, el Charles Swann de Proust dice unas palabras en las que Stendhal se habría reconocido: “J’ai beaucoup aimé la vie et j’ai beaucoup aimé les arts”. De vez en cuando, uno conoce a personas que muestran una extrema sensibilidad para la música, la pintura o la poesía, y sin embargo no reparan en lo que está solo un paso más allá de la parcela tapiada de sus especialidades, y se relacionan con grosería o aspereza con los seres humanos reales y con las cosas comunes de la vida. Stendhal es una alerta, un antídoto: es el viajero que se fija en todo, el huésped que advierte y agradece todos los pormenores de la cortesía, el enamorado sin éxito a quien el fracaso no avinagra, ni menos aún le impide seguir admirando el esplendor de las mujeres. Antes que nadie, Stendhal intuyó que en la pintura el tema acabaría volviéndose secundario, y que lo que importa al escribir no es el dominio de una serie variable de modas retóricas, sino la expresión natural de una mirada, de una voz. Una voz no impostada es siempre singular: el único secreto de la originalidad, comprendió muy pronto, en una anotación de su diario cuando tenía poco más de veinte años, era ser tranquilamente, obstinadamente uno mismo.

El vicio de escribir de Stendhal se corresponde con el vicio de leerlo. La adicción de la lectura no existiría sin la equivalencia con el hábito adictivo de estar siempre escribiendo. Lo que importa no es el libro, su proyecto o su forma final, sino la urgencia de registrarlo todo, por gusto, por vicio, porque sí, porque uno está solo y se aburre, o porque está triste, o porque no cabe en sí de entusiasmo, o porque no quiere olvidar algo que le han contado, o ni siquiera eso, porque es de noche y tiene delante un cuaderno y una pluma y un tintero, porque da gusto notar cómo la pluma rasga el papel, cómo la punta se sumerge en la tinta. Cuando no tiene pluma, escribe a lápiz, dice; escribe en el rato que tardan los postillones en cambiar los caballos en la diligencia.

El tintero y la pluma de ave pueden ser la estilográfica, y luego la máquina de escribir, y luego el teclado de la computadora; el impulso de Stendhal es el de esos escritores que no han necesitado un género o que han ido de uno a otro sin quedarse en ninguno, culos de mal asiento que disfrutan sobre todo de la movilidad del viaje: Pío Baroja, Cyril Connolly, Josep Pla, Bruce Chatwin, la Virginia Woolf que no sabía vivir sin anotar en un cuaderno cada ocurrencia y cada sensación y cada recuerdo, el Bioy Casares que cada noche cuando Borges se marchaba de su casa después de cenar con él se quedaba hasta las tantas anotando la conversación, Julio Ramón Ribeyro escribiendo a máquina lo que se le pasaba por la cabeza o lo que veía por la ventana en su despacho de la agencia France Presse.

Vía | cultura.elpais.com

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