Leal

29.8.09

Recuerdo aún la intensa emoción que sentí cuando mi padrastro, a quien desde pequeño llamé tío, me anunció que compraríamos por fin un perro de raza. Al día siguiente nos dirigimos a Bolognesi y compramos el cachorro por diez soles, que equivalen hoy a unos ochenta. Se trataba de un cócker de orejas largas, caídas, y sin cola. Muy bonito en verdad, pero asustadizo, muy asustadizo, no sé si a causa de su raza o porque desde pequeño hubiera sido maltratado. En fin, lo llevamos a casa, le dimos de comer y lo bañamos. Todo en él estaba bien, perfecto, excepto su excesiva cobardía. Se escondía bajo la cama y se orinaba ante el menor ruido. Nunca antes ni después vería un perro tan cobarde. Pronto, el cariño inicial fue convirtiéndose en una vaga indiferencia hasta tomar forma de desprecio. Me era imposible tolerar sus arranques temor. A la semana siguiente, sin embargo, tras meditar un par de horas, lo llevé a casa de mi primo para mostrárselo. Esperaba despertar en él una envidia que nunca llegó, pues me di con la sorpresa de que a él también le habían obsequiado un perro, un dóberman, muy ágil, juguetón y a la vez valiente. Me acuerdo que Leal, mi perro, huyó al verlo, así que preferí llevarlo de vuelta a casa. De noche ladraba apenas y se pasaba el día metido en la casita de cartón que construí para él. Traté de infundirle valor, de elevar su autoestima, pero cuanto más lo intentaba, más cobarde se mostraba. Casi al mes, enfermó. Le administramos medicamentos caseros, pero no mejoró. Perdió mucho peso, pues casi no probaba bocado. Finalmente una especie de moquillo lo dejó tumbado en su casita. No sé si por crueldad o ignorancia, o por falta de sensibilidad, jamás se nos ocurrió llevarlo al veterinario. O tal vez creíamos que la vida de un perro no merecía el gasto que implicaba curarlo. Después de todo se trataba de un simple perro. En suma, lo dejamos allí, tirado, muriendo de a pocos. Una mañana mi padrastro sugirió que debíamos apurarle la muerte antes de verlo sufrir.

—Llévenlo a cualquier parte —dijo—. Pero desaparézcanlo.

Mi hermano y yo ensayamos algunas ideas para acabar con su vida. Pensamos en introducirlo a un costal y meterlo en una tina con agua para ahogarlo, como a un gato. También barajamos la posibilidad de arrojarlo bajo las ruedas de algún automóvil. Mas finalmente optamos por trasladarlo al pedregal que había cerca de nuestra casa, en Leguía. Llevamos también un trozo de alambre, el cual atamos al cuello del animal. Juro que hubiera hecho cualquier cosa para arrancarle la vida sin dolor, pero cuando tienes doce años no se te ocurren muchas soluciones.

Pedro y yo tiramos fuertemente de los extremos del alambre, pero Leal no quería o no podía morir. Pataleaba y echaba la lengüita a un lado. Estuvimos un buen rato tirando del alambre, y cuando pensábamos que ya había expirado, volvía a reanudar el movimiento de sus patitas y de su respiración. No hallábamos qué hacer. Un avión pasó sobre nuestras cabezas en dirección del aeropuerto. Las personas que viajaban en él, lejos estarían de imaginar que a esa hora luchábamos por asesinar a nuestro perro.

Finalmente se me ocurrió algo. Fue una inspiración. Escogí de entre las innumerables piedras una plana, grande, y puse allí, sobre ella, la cabeza del perro, que respiraba con dificultad. Luego cogí otra piedra, maciza, más grande aún; apenas podía cargarla. Me aproximé y la levanté lo más alto que pude. La arrojé con todas mis fuerzas. Casi al instante, Leal dejó de respirar. Tenía el cráneo destrozado. Pedro tuvo que limpiarse el rostro, pues le había salpicado un trozo de seso y algunas gotas de sangre.

Lo introdujimos al hueco que habíamos cavado. Cubrimos su cuerpecito con papeles de periódico y con tierra. A dos metros de la improvisada tumba había una terraza natural en cuya pared escribimos:

Aquí descansa Leal
Que Dios lo guarde en la gloria
8 de febrero de 1984

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