Agonía

15.1.12

Eras un desgraciado, un hombre sin moral ni principios, un monstruo sin alma. Recuerdo cómo cogiste a la niña. Primero te echaste sobre el agua como un puente. Y cuando ella, inocente, se deslizó por debajo de ti, estiraste la mano y la tocaste por detrás. Ella se dio cuenta por supuesto, y te miró asustada. Tú le devolviste la mirada y sonreíste. Cuando vi lo que hacías, sentí asco, me avergoncé de ti. Pero tú seguías como si nada, fresco, sin una pizca de remordimiento. Lejos de sentirte culpable, la mirabas de un modo meloso, como queriendo devorarla con los ojos. La niña no osaba volver al agua por temor a ti. Pero sólo al principio, porque después, viendo a su compañera (a quien no tocaste porque no era tan agraciada), se atrevió a zambullirse. Y tú, maldito, volviste a tocarla. ¿Cómo pudiste haber hecho tal cosa? Tenías treinta años por lo menos y ella doce. Pero no te importó la diferencia de edades. No te importaba nada. Con razón nadie te quería. Trotabas por el mundo como perro sin dueño. Con razón tus padres te botaron desde que eras adolescente y luego te botaron también de la casa de la tía Norma. Esa vez porque habías manoseado a su hija. Pero la vida te hizo justicia, tío. Mírate ahora. Estás en esta cama, agonizando, llorando la vida perra que llevaste. Lloras, suplicas, pero tus víctimas no pueden perdonarte nada. La niña ha de ser una señora ahora. Lo mismo que tu sobrina. De nada valen tus lágrimas. Hace un momento, el médico me ha dicho que morirás de todos modos. No, no te esfuerces, quédate quieto. Sé que no puedes hablar. No lo intentes. Quédate tranquilo. Resígnate. Todo acabará pronto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario