Fernando Iwasaki: ‘Lo explícito mata lo sugerente’

15.4.12


No sorprende que Fernando Iwasaki detalle con soltura los ingredientes de la malarrabia (dulce de maduro). Que explique, luego, los secretos de su preparación. Su abuela materna, Manuela Franco Guerra (emigrante guayaquileña en Lima), se encargó de que el manjar no faltara nunca en la mesa familiar. La entrevista que el escritor peruano concede a EL UNIVERSO comienza con la anécdota. Es su forma de reivindicar sus raíces ecuatorianas.


La editorial Páginas de Espuma acaba de publicar Papel carbón. La obra reúne sus primeros libros de relatos: Tres noches de corbata (Lima, 1987) y A Troya, Helena (Bilbao, 1993).
Ambos vieron la luz en la época predigital. Se teclearon a máquina e Iwasaki (autor de ascendencia japonesa e italiana con más de 20 títulos) solo conservaba las copias que hizo, precisamente, con papel carbón (el linotipista se quedó con los manuscritos originales). La banda sonora de este compendio de textos, reconoce en el prólogo, “remite a los discos de vinilo”. “Son cuentos sin adherencias cinematográficas (...); donde se fuman y maltratan animales y –lo admito– con lamparones de prejuicios patriarcales y eurocentristas. Lo peor de mi educación sentimental, caramba”.

Papel carbón arranca con frases de Groucho Marx, Guillermo Cabrera Infante, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar en homenaje a la máquina de escribir. ¿Este detalle y el título de la obra pueden interpretarse como un síntoma de nostalgia? 
No estamos ante una apología del tiempo pasado, aunque hay que ser justos con la melancolía. La humanidad va para mejor, pero es cierto que en esa época todo era más laborioso, requería más concentración y siempre quedaba una fuente escrita real que permitía estudiar críticamente a alguien a través de sus manuscritos con sus tachaduras, anotaciones... En unos años será imposible hacer esto con una novela de Andrés Neuman (autor argentino), por ejemplo, porque las versiones preliminares habrán desaparecido en la papelera de Windows.

A diferencia de sus últimos libros de cuentos, que versan sobre un tema, Tres noches de corbata y A Troya, Elena se centran en asuntos variados. ¿Existe algún punto en común? 
Pertenecen a un momento en el que los escritores no buscaban ser políticamente correctos. ¡Nadie lo era en esos años! Son cuentos que retratan a una sociedad con personajes machistas u homófobos. Ahora eso ha cambiado. También, que prefiero que tengan un eje temático común y se articulen entre ellos.

¿Cómo es el Fernando Iwasaki que el lector descubrirá en estas obras? 
Es un escritor novel que tiene enorme ilusión de publicar su primer libro. El autor de entonces era sobre todo lector, me sentía profundamente enamorado de la literatura. Lo único que es irrepetible y no se puede comparar con el presente es que esta obra la publiqué en los ochenta en el Perú, un país de la periferia del mundo occidental y donde no había precisamente gran vida literaria.

¿Cómo ha evolucionado su escritura? 
Releyéndome descubrí que cuando era joven me interesaba mucho dejar bien claro el lector que era, los autores que leía: Cortázar, Lorca, Ribeyro, Lovecraft, Vargas Llosa o Bryce Echenique. Ahora prefiero que mis lecturas se disuelvan y que solo se reconozcan algunas contraseñas.

Lo que parece que no está dispuesto a cambiar es la ironía... 
El humor es una manera de estar, contemplar el mundo y de tomarse la vida, pero no te hace mejor que nadie. Lo ideal es tenerlo porque si solamente se es severo, solemne y serio, a lo mejor uno se pierde algo. El humor, más que un arma de defensa, es la autoayuda más potente que puede existir. En la mejor de sus expresiones debe ser ejercido contra uno mismo o contra lo que es de uno. El humor puede ser más demoledor que la más seria y solemne de las críticas. Es un arma de destrucción masiva contra quien ostenta el poder, por el miedo a quedar en ridículo.
¿No hay en usted, quizás, un punto de sarcasmo melancólico? La melancolía es una mezcla de humor y de tragedia. Yo prefiero ser melancólico porque se tienen los dos humores.

¿Se pueden hallar experiencias vitales en este compendio de textos? 
Los dos primeros cuentos, La sombra del guerrero y La otra batalla de Ayacucho, son relatos en los que hablo de mis dos abuelos, a quienes quise homenajear de alguna manera. En El tiempo del mito, el personaje es un profesor estrafalario interesado en el psicoanálisis, las historias de las religiones, las drogas; es un poco como si fuera yo. Así me veía dentro de unos años. Otros cuentos se alimentan de lo que les pasaba a mis amigos y conocidos.

Y también de la música... Es posible escuchar, por ejemplo, a Cat Stevens en el cuento Erde... 
La música está siempre en mis obras, de fondo o como parte de la narración. Un muerto en Cocharcas tiene una serie de canciones que en los ochenta sería similar a lo que hoy llamamos “chicha”. Hasta la máquina de escribir era un instrumento de percusión, con las teclas se podía hacer ritmo. Yo me siento una suerte de intérprete musical, aunque soy un músico frustrado.

¿Cuál es su artista favorito? 
Los Beatles, porque son en la música lo que Borges en la literatura.

Ha incursionado en la literatura erótica (circula la tercera edición de Helarte de amar) que siempre se ha inspirado en lo prohibido. ¿En qué estadio se encuentra este género en este momento, tomando en cuenta que cada vez hay menos tabúes? 
En un estadio aburrido. Lo explícito mata lo sugerente. Y el erotismo es eso, no lo que ya se ha vuelto omnipresente. Ahora creo que se refugia en las formas contemporáneas de comunicarse; por ejemplo, en el anonimato de los chats de internet. La literatura erótica como gimnasia sexual no me dice nada, pero me interesa el humor con el que convive y que muchos niegan.

¿Por pudor? 
El pudor de los “carcas” (personas muy conservadoras) consiente, al menos, la complicidad del humor; el “progre” no, porque es más mojigato. Ya no se puede hacer ni un chiste antifeminista porque uno se convierte en una especie de bestia infecta que merece ser vomitada por la sociedad.

Acaba de publicarse la séptima edición de Ajuar funerario. Es una obra de microrrelatos de terror que escribió durante ocho años. ¿Es bueno macerar un libro durante tanto tiempo? 
Empecé con este género cuando me invitaban a conferencias a leer algo mío. Me sentía incapaz de pararme frente a un auditorio con un texto de diez páginas. Podía matarlos del aburrimiento. Escribí estas historias cortas para presentarlas en ese tipo de eventos y mantener a la gente atenta. Empezaron a circular por internet y fue Andrés Neuman quien me apremió a publicarlas.

¿Cuál es la clave para que el microrrelato funcione? 
Debe contar una historia. Tener su pequeña trama, sus protagonistas, su atmósfera, su desenlace. Un poema en prosa, un aforismo chicloso, una anécdota, un chiste reciclado no pueden considerarse microrrelatos.

¿En qué registro se siente más cómodo? 
En todos. Un escritor debe escribir novelas, ensayos, conferencias, prólogos, artículos y ser lector de poesía.

¿Sigue creyendo, como años atrás, que los jóvenes escritores latinoamericanos tienen una fascinación por la metaliteratura? 
Y creo que es más acusado porque leen literatura traducida del inglés. No leen a otros autores de su idioma. Yo soy feliz leyendo la poesía de Aleyda Quevedo (poeta quiteña); es una maravilla.
Milita en la formación política Unión, Progreso y Democracia (UPYD), ¿le podremos ver algún día ocupando un cargo público? Llevo muy mal la disciplina partidista. Tiendo a dar la razón a quien la tiene y los políticos no se la dan a otro que no sea de su partido. Al opositor hay que abuchearlo por sistema. Yo no podría hacerlo, si comparto su opinión. Sería, en definitiva, un mal político.

Fuente: eluniverso.com

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