Pedro Páramo (comentario)

30.4.12

Acabo de releer Pedro Páramo.

En realidad, la había leído por segunda vez hace algunos años. Y una primera en la época de estudiante.

Y no. Leerla de nuevo es como hacerlo por primera vez. En este tercera oportunidad la viví más profundamente. La saboreé. ¡Qué obra! No había gozado tanto desde Los hombres que no amaban a las mujeres, otro libro apasionante.

Y bien, quiero decir aquí que me cautivó la técnica esa de Juan Rulfo de jugar con el tiempo, de saltar adelante y atrás, de "no contarlo todo", de cambiar la focalización hacia uno y otro personaje, además de retratatar a tipos humamos bien definidos. Por ejemplo, me gustó el rol de Fulgor Sedano, que es el típico capataz obediente y que no cuestiona las crueldades de su señor Pedro Páramo.

De Pedro Páramo me llamó la atención, como digo, su crueldad. Había procreado muchos hijos en muchas mujeres, a los cuales ni conocía, como es el caso de Juan Preciado, que viene a ser de algún modo el otro personaje principal y a quien su madre Dolores encarga buscar a aquel.

Por otro lado, impacta la astucia de Pedro Páramo. Cuando Fulgor Sedano, le comunica que se han levantado los rebeldes contra los latifundistas, el patrón no duda en ordenarle a unirse a dicho levantamiento. Por supuesto que con el propósito de tener a su disposición y para su defensa un contingente rebelde.

Los muertos hablan en esta obra, en sus cajones, recuerdan su pasado, viven su pasado. Sus almas no han ido, ni pueden ir, al cielo. Damiana Cisneros es una de ellas. Al parecer tiene que pagar por haberse dedicado en vida a poner a disposición de los apetitos sexuales de Pedro Páramo a cuanta mujer, vieja o niña, se hallaba a mano.

En fin, mucho que decir sobre el libro. A continuación voy a pegar aquí uno de los fragmentos, que, según creo, es el más hermoso. Los invito a impregnarse de la magia de Juan Rulfo. Aquí dialogan Juan Preciado y Dorotea, dos muertos, en sus tumbas. Fíjense cómo se expresa ella de su propia alma.

Allá afuera debe estar variando el tiempo. Mi madre me decía que, en cuanto comenzaba a llover, todo se llenaba de luces y del olor verde de los retoños. Me contaba cómo llegaba la marea de las nubes, cómo se echaban sobre la tierra y la descomponían cambiándole los colores... Mi madre, que vivió su infancia y sus mejores años en este pueblo y que ni siquiera pudo venir a morir aquí. Hasta para eso me mandó a mí en su lugar. Es curioso, Dorotea, cómo no alcancé a ver ni el cielo. Al menos, quizá, debe ser el mismo que ella conoció.
—No lo sé, Juan Preciado. Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo. Y aunque lo hubiera hecho, ¿qué habría ganado? El cielo está tan alto, y mis ojos tan sin mirada, que vivía contenta con saber dónde quedaba la tierra. Además, le perdí todo mi interés desde que el padre Rentería me aseguró que jamás conocería la gloria. Que ni siquiera de lejos la vería... Fue cosa de mis pecados; pero él no debía habérmelo dicho. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del infierno, más vale no haber nacido... El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora.
—Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?
—Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando me senté a morir, ella rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: «Aquí se acaba el camino —le dije—. Ya no me quedan fuerzas para más». Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.

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