Sin remordimiento

19.5.12

Coge la sagrada hostia con ambas manos, la alza sobre su cabeza, solemne, al tiempo que mira a la cruz. La mantiene así unos segundos. Luego murmura un rezo, se agacha y, por fin, come. El sabor es agradable. No atina a adivinar por qué, pero el Cuerpo de Cristo siempre le ha sabido a leche. Una vez le preguntó al padre Miguel si a él también le parecía así. Y el padre Miguel le había dicho que no. Más bien le sabía a nada.



Luego de ingerir la hostia echa un último vistazo a las satos íconos, flexiona las rodillas, hace una última cruz con las manos y se aleja por el pasillo central. 

Sus pasos resuenan en la amplia bóveda. Ya no siente el remordimiento que lo aquejaba en los primeros tiempos. Tal es la fuerza de la costumbre.

Llega hasta el portón que conduce al patio. Afuera el cielo luce nublado. Se apresura a cruzar el empedrado, hasta una puerta, que se apresura a atravesar y cerrar.

—¿Terminaste? —dice la voz de una mujer desde el fondo de la habitación en penumbra. Él se vuelve y la ve, desnuda, sobre las frazadas removidas. Se la queda viendo un rato. —¿Te sucede algo? —insiste ella, enigmática.

El sacerdote no contesta. Se aproxima a la cama, descorre el cierre de su pantalón tras subirse la sotana. Coge su miembro y lo muestra. La mujer sonríe. El hombre al fin responde:

—Sí —dice—. Ahora te toca a ti. Vamos, traga tu hostia.

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