Con el ministro

28.7.13

—Tengo que hablar con él. No puedo volverme atrás ahora —dice Sergio al pie del portal, la ropa raída, el cabello cubriéndole la frente, el corazón hecho un torbellino.

Y llama con los nudillos. Primero despacio; luego, a medida que se disipan sus nervios, algo más fuerte. Hasta que siente pasos aproximándose. “Han oído, piensa”. “Han oído y vienen a abrir”.

La puerta se abre. Asoma el rostro un hombre viejo, alto, solemne, cara de difunto. Pregunta quién es, qué desea.

—Me llamo Sergio. Vengo… necesito hablar con el ministro.

—¿Tiene usted una cita?

—No… Pero estoy seguro que querrá verme.

—Lo siento, el señor sólo recibe a personas con referencias.

El hombre está a punto de cerrar el portón. Sergio adelanta un paso.

—Espere. Necesito hablar con él. Es importante. De vida o muerte.

—No insista. Ya le he dicho que…

—Por favor.

Sergio tiene los ojos locos, desesperados. El hombre lo examina, parece reconsiderar la situación, se lleva una mano en el mentón en actitud reflexiva. Luego dice:

—Está bien. Lo anunciaré. Acompáñeme.

Sergio sigue al hombre. Llegan a una sala descomunal, paredes altas, lienzos, sillones, arañas, alfombras…

—Tome asiento.

Sergio se sienta. El sillón es cómodo. Flota en el ambiente un olor a madera y perfume. Se pregunta, frotándose las manos, si el ministro querrá recibirlo, oírlo. O si lo echará. Respira. Se alisa el cabello. Se limpia las solapas del terno.

Se oyen pasos aproximándose. Sergio se para. El ministro está allí.


***

Estefanía se mira al espejo y lo que ve la hace abrir los ojos. Sonríe satisfecha.

—¿No te lo dije? —le dice Martha, su mejor amiga.

—Tenías razón. Pero, ¿estás seguro que le gustará?

—¿Tú qué crees?

—No sé. Es que… últimamente me ha sido difícil llamar su atención.

—Vamos, hija —dice Martha, desde la cama, sentada—. Deja ya de pensar en eso. A los hombres se les coge por el lado débil. 

—Tienes razón —dice Estefanía y se gira. La ropa de dormir es soberbia, las ligas le aprietan las carnes, haciendo resaltar aún más sus formas—. No podrá resistirse a estas prendas. No puedo haber gastado en vano tanto dinero. Además, según dices, creo que estoy en condiciones de cautivarlo.

Estefanía vuelve a sonreír. Coge la bata y se cubre con ella.

En la cama, Martha sonríe, felina.


***

—Mierda —masculla, molesto, el ministro. Contempla con asco sus propias heces, la sangre. Ha gastado montones de dólares en médicos. Las indicaciones del último, el doctor Salvatierra, no surten efecto.

Se limpia con rabia. Arroja el papel a la papelera. Se sube el calzoncillo. Luego se ata el batín. Abandona el servicio.

En su habitación de enormes ventanales deja reposar su rechoncho cuerpo en el sillón.

—¿Es posible? ¿Es posible? —dice, compungido.

Le habían dicho que Salvatierra era el mejor en su ramo, una celebridad. “No pudo fallar él”, piensa. A no ser que…

Piensa en Mario, el joven escolta, chico guapísimo. Piensa en la borrachera de la noche anterior. Intenta recordar con detalle los sucesos, el whisky, las risas, las sábanas y sus cuerpo desnudos.

—¿Qué pasó después cuando estuve ebrio?

No lo recuerda. Recuerda sí la bañera, el agua, la espuma. Recuerda las manos de Mario, el joven escolta, recorriéndole el cuerpo. Su mente no puede llegar más allá. Luego la nada.

De repente llaman a la puerta. Se vuelve hacia ella.

—¿Quién? —dice, ofuscado.

—Lo busca un joven, señor. —Reconoce la voz de su criado.

—¿Qué joven?

—Bueno, un joven que quiere hablar con usted. Es urgente dice.

Se levanta de su sillón.

—¿No te he dicho que…?

—Sí, señor, lo intenté. Pero el chico ese… se le ve tan desesperado.

—¿Qué edad tiene?

—No lo sé. Pero ha de frisar los veinte.

—¿Veinte?

—Sí, señor, veinte. Alto, algo delgado y de clase baja, a juzgar por sus prendas. Dice llamarse Sergio. Lo está esperando en el hall.

El ministro trata de hacerse una imagen del visitante. No lo logra. En su lugar vuelve a recordar a Mario, el joven escolta.

—Bajaré —dice.

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