Contarlo todo, Jeremías Gamboa (Capítulo I)

16.1.14

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Ahora sí la música inunda toda la habitación. El disco gira, lo veo moverse desde aquí, gira a todo volumen y por ello casi no me escucho, no escucho los sonidos violentos que produzco con tan solo mis dos dedos índices golpeando el teclado de la máquina, desnudo y sentado frente a la computadora de mi cuarto esta mañana. El golpe que desató la marea ha sido una guitarra partiéndose en dos, el sonido de un platillo que latiga el aire, el bajo que se arroja como un colchón sobre todas las cosas. Después todo ha sido de él. Y de mí. Lo que dice lo pongo de epígrafe, lo escribo en la página, así. Lo que dice es lo que siento o lo que ahora creo que siento dentro de mí. Lo que dice me parece estúpido y quizás yo también lo sea. Estúpido para creérmelo todo, para imaginar que esto es todo lo que necesitaba para hacerlo, salir del baño, sentir el agua helada en el cuerpo, prender la máquina, poner su disco, golpear el teclado, sentir que soy capaz de decir lo que me venga en gana. Escribir…

Desde hace mucho tiempo he intentado infructuosamente convertirme en alguien que escribe un libro o he intentado vivir como alguien que escribe uno o como creía que tendría que vivir alguien que lo hiciera pero durante más de diez años no he escrito una sola línea que me gustara. Hasta hoy. Ahora hay un tibio sol afuera, es setiembre, es miércoles, y yo estoy en Santa Anita, vestido con una camiseta cualquiera y en short, en sandalias. Y ahora, recién salido de la ducha, me doy cuenta perfectamente de que esto es, al fin, el inicio de algo, o de todo, la llegada del día preciso para que algo así sucediera, para contarlo todo. El libro que se ha abierto hace unos segundos en mi cerebro y se ha alineado perfectamente en mi cabeza y en mis vísceras… Que ya tiene título, dedicatoria y epígrafe, también sus dos primeros párrafos, y que se narra a sí mismo. Él solo. A pesar de mí.

Entonces resulta que todo era así. Consiste simplemente en colocar sobre la pantalla que me llamo Gabriel Lisboa y que no se trata de un nombre parecido al mío o de un álter ego producto de la combinación de nombres y apellidos de otros personajes que me gustaron de otros libros y que significan algo especial para mí. Mi nombre no significa nada. Simplemente me llamo Gabriel Lisboa y tengo veintinueve años. O, mejor aún, estoy muy cerca de cumplir los treinta y siento de pronto que al fin he perdido el miedo a cumplirlos. Y también diré que ahora, con esta liberación y esta energía que me dispara los dedos sobre las teclas, tengo la sensación de que al fin empiezo a ver las cosas y a entenderlas, de que las puedo tocar. ¿Por qué me bloqueé durante tantos años?, me pregunto. ¿Por qué ahora tengo las ganas de sentarme a escribir esto y simplemente me siento y lo escribo? ¿Qué cosa me permite ahora unir cada una de estas palabras con la sensación de que al fin vencí a alguien o a algo dentro de mi cabeza y de que cada letra que pongo es pertinente y cae justa y para siempre en la página? Sin duda parte de la razón la debe de tener Lou Reed. Reed cantando «I’m So Free» pero sobre todo «Beginning to See the Light», Lou Reed gritando como un energúmeno disociado de sí mismo, desafinando. Quizás se trate simplemente de eso, de que he aprendido finalmente que la cosa es hacer y no juzgarme. Eso es. De vencerme escribiendo. Y basta.

Entonces yo hago. Leo lo que he escrito y me digo que es necesario empezar a narrar ya, empezar a contar desde alguna parte toda esta historia que tengo incrustada en la garganta. ¿Qué historia? Pues la mía: no tengo ninguna otra historia que contar. Solo puedo contar mi historia porque es todo lo que tengo a estas alturas de mi vida y porque solo yo puedo contarla. Una historia bastante larga y llena de sangre circulando que termina conmigo aquí, esta mañana, escribiendo que voy a escribirla, y que empieza cuando por primera vez empecé a unir palabras como ahora, ante una máquina, durante aquel verano de 1995 en que comencé a trabajar como practicante en una redacción inverosímil de una revista envejecida del centro de Lima. Fue entonces que todo lo que era hasta allí, esa nebulosa de días indistintos que había sido mi infancia, mi adolescencia y los primeros años de la universidad, cobraron un nuevo sentido y se modificaron para siempre. Y me modificaron también a mí. Me lanzaron sin que lo supiera a estar aquí casi diez años después, sentado esta mañana frente a mi máquina porque quiero, sin trabajo fijo y sin ingresos, sin nada salvo la ilusión de que al fin creo saber qué quiero contar y sé cómo hacerlo, en el cuarto que le rento a mis tíos hace años y en el que vivo solo, solo habitado por mis recuerdos, por la imagen de los amigos a quienes acabo de dedicarles mi libro, por los intentos hasta ahora frustrados de escribir, por Fernanda y por las pocas mujeres que conocí antes de enamorarme de Fernanda. Por mí. Un hombre que no tiene nada salvo una historia que le pertenece y la voluntad de lanzarla contra todo. De una buena vez.

Aún recuerdo con claridad la noche aquella en la que mi tío Emilio llegó a la casa con una expresión en el rostro que tía Laura y yo jamás le habíamos visto, como si le acabara de ocurrir algo extraordinario. Hubiéramos creído que se trataba de un objeto precioso encontrado en la calle o que lo habían ascendido en el trabajo si no hubiera sido porque una vez que se quitó el saco me llamó para conversar en la sala y porque en su timbre de voz se distinguía un aire de cierta forzada solemnidad: el asunto tenía que ver conmigo. Recuerdo que intenté pensar en las faltas que había cometido pero no se me ocurrió ninguna. No tenía ni la más leve sospecha de que mi vida, o lo que hasta entonces había sido mi vida, estaba a punto cambiar para siempre:

–Te tengo noticias, hijo –me dijo el tío Emilio de golpe, que siempre me llamaba «hijo»; se había adelantado sobre su asiento y había puesto los codos sobre sus rodillas–. Hay una posibilidad de empleo para ti este verano.

Recuerdo claramente que me quedé perplejo y que pensé que se trataba de una broma. Desde que mis padres se separaron y yo fui a dar, tras varias estaciones, a su casa en Santa Anita, mi tío Emilio había tenido esa clase de gestos inútiles con los que intentaba demostrar que él podía cumplir las funciones que mi verdadero papá, el hermano de su esposa, había dejado de realizar desde que abandonara a mi madre y la dejara sola con su único hijo. Hacía solo un par de años me había querido llevar a la pizzería en la que trabajaba con la intención de que lavara platos o fuera mozo como él, y en aquellas ocasiones mi tía Laura se había opuesto tenazmente a aquellas ideas. Yo siempre le agradecía su ayuda, pero en los últimos años había conseguido emplearme a mi manera: desde que me mantenía en la universidad por cuenta propia había querido demostrarles, y demostrarme a mí, que había dejado de ser una carga para cualquiera. Me sorprendía que esa noche él volviera a insistir con una nueva propuesta: mi tío sabía que ya no aceptaría de ningún modo emplearme en la pizzería en la que él trabajaba, en pleno centro de Miraflores. La sola posibilidad de encontrarme con algún compañero de la universidad, como había ocurrido el verano anterior, me causaba pánico.

–Es en Proceso –le escuché decir entonces. Estaba radiante como sabiendo que de aquella manera conjuraba de un solo golpe todo lo que pasaba por mi cabeza–. Es para trabajar como periodista.

No recuerdo qué hice en aquel momento. Posiblemente permanecí mudo y solo atiné a abrir mucho los ojos.

–En verdad es para practicar como periodista –agregó él, satisfecho de mi reacción–. No hay pago, pero he pensado que yo podría ayudarte este verano con los pasajes. Digamos que es como un costo que podríamos asumir. Digamos que es como una inversión.

Realmente no había entendido lo que acababa de decir, de modo que tuvo que repetirme todo de nuevo y solo entonces empecé a experimentar algo bastante parecido a lo que sentí la primera vez que supe que había obtenido la beca completa en la universidad en la que estudiaba y que de alguna manera justificaba mi presencia en casa de mis tíos Emilio y Laura. Aún era nítida la tarde en que había ido a las cajas de la universidad a recoger mi boleta mensual para tramitarla a través del sistema de préstamo universitario que había adquirido no hacía mucho cuando de pronto me encontré con que mi nombre no aparecía en el sistema de pagos. Inmediatamente pensé que me habían expulsado de la universidad o algo quizás peor, pero el empleado de la ventanilla me informó que había ocupado el primer lugar entre todos los alumnos de Estudios Generales y que por ello no tenía que pagar absolutamente nada por estudiar. Recuerdo que me tumbé en el jardín de la facultad de Derecho esa vez y que de inmediato pensé cómo haría para llegar en un segundo a casa de mis tíos a darles la noticia. Aquella tarde quien había sentido una urgencia parecida había sido tío Emilio, y yo podía ver su sonrisa que se sobreponía a su camisa blanca, a los lapiceros que llevaba en su bolsillo al lado del pecho, al cartapacio que descansaba a su lado en el sofá y en el que seguramente había un libro a medio leer.

–Tenemos cita el día martes en la tarde con el señor Francisco de Rivera –dijo mi tío, tratando de contener sin éxito la sonrisa, sabiendo de antemano que yo tenía deseos de abrazarlo, o de besarlo, o de pararme en medio de la sala y de ponerme a gritar–. Es increíble, ¿verdad?

Lo era. Él y yo sabíamos perfectamente lo que aquella cita significaba y durante la semana que siguió no hicimos sino pensarlo cada uno por separado, en mi caso hasta la extenuación. Era diciembre de 1994 y una vez más yo había acabado el ciclo académico de la universidad haciendo esfuerzos sobrenaturales para obtener el promedio que me colocara entre los cinco primeros puestos de la facultad y me permitiera mantener la beca un semestre más sin abultar la cuenta de mi préstamo. Como todos los fines de semestre, me había tomado algunos días solo para dormir después de la tenacidad de los exámenes, las malas horas de café y Coca-Cola, la ansiedad ante la posibilidad de fallar en los trabajos prácticos. Lo que me tocaba entonces era empezar a buscar un trabajo fugaz para la campaña navideña –siempre aparecían algunos infalibles por esos días– y luego otro para el resto del verano; eso me ayudaría en los gastos del año siguiente, los materiales de la universidad, los boletos del bus y algunas prendas que podría llevar a clase, más allá de los polos que mi tío Emilio recogía de las distribuidoras de cervezas y gaseosas que trabajaban con su restaurante y de las chompas que me tejía a mano la tía Laura. El verano de 1993 lo había pasado pelando pavos para una avícola antes de la campaña de Navidad y Año Nuevo y después me había achicharrado bajo un sol calcinante a la búsqueda de encuestas sobre preferencias electorales para una empresa de opinión pública. De mi última experiencia como vigilante en un supermercado bajo un turno rotativo de veinticuatro horas había salido completamente desmoralizado. Llegué al mes de marzo último atravesado de arcadas, deprimido hasta los huesos y con un deseo voraz de quemar el uniforme que usaba para empezar de una vez las clases en la universidad, aun cuando sabía que ahí me sentiría incluso peor que durante el transcurso del verano. Supongo que de ese tipo de empleos había obtenido la rabia suficiente para estudiar de una manera casi salvaje los ciclos regulares de invierno y tratar de no ser el tipo de hombre que mi padre habría asumido que sería. De ese último verano, además, había extraído la conclusión de que me emplearía en algo que no me expusiera al contacto con los barrios en donde vivían mis compañeros de clase, de modo que nadie sabría la manera en que pasaba los meses de calor en que desaparecía de sus vidas. Me topé a algunos de ellos los sábados en la noche en el supermercado y sufrí lo indecible para encontrar la manera de vigilarlos sin revelarles mi identidad. En los sueños interrumpidos por culpa de los nervios a finales del semestre me decía una y otra vez, con dolor, que ese verano trabajaría en una fábrica cerca de mi barrio, en Santa Anita, o en alguna de El Agustino o acaso en San Luis, o quizás me emplearía de cobrador en la ruta de una combi en la que jamás se pudiera subir alguien que estudiara conmigo. Trabajaría fuera de la mirada de los otros hasta acabar en silencio la universidad. Luego saldría a emplearme en algo relacionado con lo que estudiaba.

Sin embargo, el tío Emilio acababa de decirme que aquello podría ocurrir de inmediato.

Tía Laura se acercó a la sala, se sentó en otro mueble y le preguntó a mi tío cómo así había conseguido aquella cita. No es que lo subestimara, pero le costaba creer cómo alguien en la posición de él había obtenido una reunión con alguien así de importante. Yo también quería saber. La historia de aquella hazaña nos la contó mi tío aquella noche, los tres en la sala, y luego mientras cenábamos, y después, con aderezos, ampliaciones y detalles, todas las veces que pudo hasta la reunión de aquel martes con Francisco de Rivera. Durante todas esas ocasiones yo no dejé de pensar que el tío Emilio era en verdad un hombre especial, un mozo muy distinto de sus compañeros de trabajo y de los mozos de cualquier restaurante de Lima y también de los maridos de las otras hermanas de mi madre, todo lo cual lo había tornado algo retraído y solitario. Mi tío Emilio leía. Y es completamente cierto que la costumbre de llevar siempre con él una novela comercial, un número pasado de Selecciones, o cualquier revista de actualidad sobre universo, civilizaciones y sociedad que alguno de sus clientes le regalaba resultó determinante en la conquista de aquella cita que había logrado en el mayor silencio.

Lo primero que había ocurrido es que gracias a sus hábitos de lector mi tío había sabido reconocer, entre sus clientes, que la figura de ese hombre muy alto, de bigotes entrecanos y voz estentórea que iba seguido a la pizzería le pertenecía a Francisco de Rivera. Mi tío lo había visto en algunas revistas peruanas hablando de los libros de cuentos que había publicado en los primeros años noventa o de su amistad con algunos escritores –Julio Ramón Ribeyro, Antonio Cisneros– junto a los cuales había llegado alguna vez a la pizzería para sentarse en una mesa que él mismo había atendido. El tío Emilio era el único mozo que les hablaba a los escritores de sus obras más conocidas, de los libros que acababan de publicar y de vez en cuando les preguntaba con bastante discreción cómo les iba. Casi todos le tenían cierto cariño y sabían reconocerlo, y algunos de ellos incluso lo trataban por su nombre. De Rivera era uno de ellos.

Una vez, escuchando sus historias, yo le dije que De Rivera era el subdirector de la revista Proceso. Entonces fue que mi tío Emilio diseñó su plan. Durante días ensayó cómo abordaría a De Rivera, preparó palabras y maneras de manifestarle sus ideas, pero cada vez que el personaje de carne y hueso acudía al restaurante para almorzar o cenar con sus amigos, mi tío era sobrepasado por sus nervios y se olvidaba de todo lo que había preparado, o se dejaba ganar por una energía interna que lo paralizaba, y que trataba de desestimar diciéndose que acaso De Rivera estaba acompañado o que se le notaba de un humor extraño. Lo había dejado pasar varias veces hasta aquella tarde en que De Rivera ingresó a la pizzería completamente solo y de buen humor. Entonces no lo pensó. Su cliente se había sentado en la mesa, le hizo algunos comentarios a su mozo acerca del clima de las elecciones que se avecinaban y este, sin pensarlo dos veces, como si su boca se hubiese disparado sola, le dijo, antes de tomarle el pedido, que quería hacerle una consulta de carácter «profesional». De Rivera lo miró por unos segundos y mi tío entonces le dijo que se trataba de «su hijo», que estudiaba comunicaciones en la Universidad de Lima y él quería saber qué necesitaba para hacer prácticas en la revista que él dirigía. De Rivera olvida la pregunta; lo que realmente le intriga es cómo alguien como mi tío podía mantener a un hijo en una universidad como esa. Mi tío entonces le cuenta el asunto del préstamo, de los esfuerzos de su «chico» por estudiar y de la beca completa que obtenía todos los semestres. De Rivera le sonríe y lo felicita, le dice que algunos de sus amigos no podían educar a sus hijos en universidades de ese nivel y le pide la carta. Mi tío se la deja y se va. Después todo ocurrirá como siempre, salvo que al traerle la cuenta mi tío vuelve a insistirle con la pregunta inicial:

–No tenemos presupuesto en la revista para practicantes y este año estamos particularmente ahorcados –le dice De Rivera–. Quizás sería mejor que trabajara en un lugar que le pagara un sueldo.

–Señor De Rivera –le responde entonces mi tío, algo ceremonioso–: Yo sería capaz de pagarles a ustedes para que el muchacho pudiera aprender a hacer periodismo en su revista.

–Tráelo el martes de la próxima semana a las seis de la tarde –concede De Rivera, parándose. Luego le da unas palmadas en la espalda, deja la propina y sale de la pizzería.

Para cuando ese día martes fui a recoger a mi tío Emilio al restaurante en que trabajaba en la calle Mártir Olaya, en Miraflores, ya me quedaba poco de la emoción que había vivido ante aquella historia y la verdad es que a mi tío ni se le habría ocurrido contársela a nadie. De Rivera le había dicho que fuera a la oficina de Proceso, pero no le había dado siquiera una tarjeta. Mi tío había anotado la dirección del sitio de una edición pasada de la revista y le había pedido permiso al administrador de su trabajo para acudir a una cita muy importante y le había explicado a su superior en qué consistía la cita. Cuando me vio llegar a su local me hizo una seña con la mano y a los minutos salió sin su uniforme, bastante apresurado. De la seguridad que tenía cuando me contó cómo había logrado esa reunión con De Rivera ya no le quedaba nada. No hablamos una palabra durante la caminata que hicimos por la avenida Ricardo Palma y tampoco en el bus que nos llevó por toda la Vía Expresa y luego por las avenidas Wilson y Tacna. En cierto momento, presa de un incipiente nerviosismo, mi tío me dijo para tranquilizarme que aquello era solo una cita de trabajo más y que habría otras, pero tanto él como yo sabíamos qué nos jugábamos esa tarde, éramos conscientes de que dependíamos enteramente de la memoria de Francisco de Rivera. Durante mi vida universitaria había sido entrevistado dos veces para puestos que no implicaban trabajo físico o manual –una para enseñar en una academia preuniversitaria y otra para trabajar en una radio– y en ambas había sido rechazado. En cada oportunidad el fracaso había equivalido a un verano de trabajo duro y sudoroso en la calle. Y esta vez podía ser similar.

Ninguno de los dos podía imaginar que nos esperaba una tortura lenta y minuciosa aquella tarde. Después de esquivar a duras penas a los ambulantes que se apostaban en los flancos de la avenida Emancipación, y de sentarnos en las bancas del jirón Camaná, frente al local de la revista, esperamos casi una hora hasta que llegó el momento, y entonces mi tío y yo cruzamos la calle, entramos en el edificio, subimos las escaleras hasta el piso en que se ubicaba la revista y una vez que nos anunciamos nos hicieron pasar a una pequeña sala oscura luego de atravesar un largo y oscuro pasillo tachonado de puertas cerradas: allí esperaríamos la cita con De Rivera. Permanecimos en aquel lugar cerca de tres horas, sin que nadie reparara en nosotros, y en ciertos momentos de esa espera yo pensé que la entrevista era falsa, o que De Rivera se había olvidado completamente de ella. De modo que durante bastante tiempo pude presenciar la angustia mal disimulada de mi tío, acaso avergonzado por haberme llevado en su aventura hasta tan lejos, pero diciéndose, al igual que yo, que si nos habían abierto las puertas de vidrio de la redacción era por algo. Pensar en él a veces me sacaba de mí, de la sensación de nerviosismo propia de saber que podría estar hablando dentro de unos pocos minutos con De Rivera. Yo también lo había visto en entrevistas pero la verdad es que no conocía casi nada de periodismo. Había llevado solo un curso introductorio, en el que apenas habíamos escrito nada, y apenas había escuchado teóricamente la jerga profesional, pero realmente deseaba tener las agallas suficientes para conseguir aquella práctica y empezar a trabajar de una vez por todas en un medio de comunicación. Tampoco quería dejar mal a mi tío y deseaba que el enorme sacrificio que había realizado para darme esa oportunidad tuviera algún sentido. En algún momento de esa espera fui consciente de que empezaba a verlo con ojos distintos, y de pronto el orden de su pelo y sus canas, su cartapacio de siempre, los libros que habría guardado en él y de los que me hablaría en cierto momzamisa, sus dientes chuecos, todo eso le pertenecía a un hombre que empecé a desear con toda mi fuerza que fuera mi padre.

Para cuando la voz de De Rivera atronó en el pasillo de la revista Proceso gritando el nombre de mi padre, o el de mi tío que esa noche era mi papá, una fuerza desconocida se había apoderado de mí. O acababa de brotar. Allí estaba frente a mí la oficina del subdirector de la más feroz y prestigiosa revista de oposición del país tal como aparecía en algunos de los cuentos que él mismo había publicado: los armarios, los muebles, los tomos empastados. Y allí estaba el subdirector y escritor, exacto a como lo había visto hacía algunos años en un programa de televisión y en las solapas de sus libros: los ojos hundidos y vivaces, la nariz aquilina, el bigote frondoso sobre la boca y la calva perfectamente delineada y brillante. Y allí estábamos mi papá y yo. Primero lo saludó a él y luego dirigió toda su atención sobre mí. Fue la entrevista más corta de la que pueda tener recuerdo. Y también fue la única que tuve que afrontar para conseguir un trabajo en mi vida. De Rivera revisó los papeles de la Oficina de Bienestar Universitario que llevaba conmigo y que indicaban, uno a uno, que era el alumno terriblemente aplicado de la universidad que estudiaba gratis en ella debido a sus calificaciones y después me miró a los ojos con un rostro de total satisfacción. Luego me preguntó solo una cosa:

–A ver, viejo –escuché su voz potente–, ¿sabes redactar?

–Sin duda –mentí, tal como había hecho mi tío en su momento; mientras, trataba de recordar las categorías que había aprendido a duras penas en mi clase de introducción al periodismo–. Puedo escribir artículos, redactar leads o gorros, encontrar las pepas, escribir crónicas –le dije. Nada de eso era verdad.

–Muy bien –dijo De Rivera–. ¿Te va la política? ¿Te gustaría entrevistar congresistas, jueces, ministros?

–Encantado.

Y eso fue todo. Posiblemente De Rivera dijo «Muy bien», seguramente ordenó los papeles y después levantó el teléfono de su escritorio, el único de esa amplia oficina, y dijo, en tono cortante: «Santos, a mi oficina». Seguro me sonrió, como hace siempre, mientras esperamos unos segundos la llegada de un hombre de mediana estatura y pelo negro, lentes de aluminio, saco de corduroy y mirada serena al que presentó como el coordinador de la sección política. «Este es Gabriel Lisboa –le dijo, entregándole los papeles, en un tono entre solemne y divertido–. Nuestro nuevo joven colaborador en “Mar adentro”. Empieza este viernes.»

Después de eso todo resultó como una escena que flotaba pero a la que yo seguía adherido. Luego de los apretones de manos finales mi tío intentó balbucear una frase de agradecimiento pero De Rivera le hizo saber con un gesto que no era necesario. No recuerdo nada de lo que pasó una vez que dejamos esa oficina en las instalaciones de Proceso y tampoco en la calle, cuando sobre el jirón Camaná había caído la noche. Tengo la imagen de que en el bus de vuelta, que tomamos bajando en Puente de Piedra a la espalda de Palacio de Gobierno y en el que íbamos colgados de los pasadores, yo no paraba de reír y de sentir una emoción similar a la que he sentido al empezar a escribir este libro: la idea de que mi vida tenía una dirección y de que ahí estaba mi tío Emilio para atestiguarlo. Fue la primera vez que ambos nos abrazamos, o que yo tengo el recuerdo de que lo hicimos, y que nos reímos mirándonos a los ojos durante mucho rato, sabiendo que esta vez la victoria al fin había estado de nuestro lado.

¿No había sido increíble? Esa noche le contamos una y mil veces la entrevista a la tía Laura, que calentaba la comida del día y que miraba a su esposo y a mí, a los dos hombres que vivían en su casa, con una calidez y un orgullo que me hicieron pensar que acaso sí éramos una familia. Yo les decía una y otra vez cómo había mentido en la entrevista, porque no sabía redactar, pero iría con las antenas abiertas para aprender a hacerlo ahí, en la práctica. Todo de pronto parecía estar alineado para que a partir de entonces mi vida tomara otro rumbo. Y durante los días siguientes fui completamente consciente de la importancia de todo lo que vendría. Y me sentía listo para afrontarlo. Solo a ratos, mientras pasaban las horas, algo empezó a inquietarme. Era la imagen de De Rivera atajándonos con su voz potente a mi tío y a mí cuando franqueábamos el umbral de su oficina para salir de ella. Estaba ahí, sentado en su oficina, en medio de un montón de papeles y flanqueado por Santos.

–Ah, Gabriel –recuerdo que dijo–. Ven con buen humor el viernes.

Lo miré sin entender.

–Tenemos un director abominable.

Y se rió.

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