El primer beso

21.3.09

Tenía yo trece años cuando probé el primer beso. Muchos considerarán ese primer beso, según su propia experiencia, como el más bello, el más sublime; pero en mi caso fue el más decepcionante.


Cerca de mi casa había un mercadito destartalado, de palos y esteras, con apenas una veintena de "locales" de mala muerte, los cuales atendían sólo hasta las tres de la tarde. A partir de esa hora el mercado quedaba desierto, barrido por la polvareda. En las tardes, los chicos y chicas del barrio Leguía solíamos divertirnos allí, jugando a la pía-pía y también a los escondites. Entonces todos éramos muchachos de entre once y trece años.

Al frente, cruzando la pista de tierra y grava, vivía una familia, tan pobre como la mía. En ella había una niña de mi edad. Se llamaba Tania. Apenas la vi, me enamoré. Desde entonces no perdía la oportunidad para salir a jugar con ella y el resto de chicos y chicas que sumaban unos ocho.

Tania se convirtió así en mi obsesión. Hacía mis tareas, terminaba mi almuerzo velozmente, con el único propósito de ver sus ojitos. En las noches, en mi cama, pensaba en ellos, soñaba con ellos. Y tuve suerte de ser correspondido, pues por sus miraditas, por su sonrisa, por priorizarme en sus búsquedas durante el juego, supe que también me amaba.

Pero era yo muy tímido y no me atreví a decirle nada con la boca, pero sí con mis gestos, miradas y risas. Nos amábamos en silencio. Nuestros ojos decíanse todo lo que las palabras eran incapaces de confesar.

Pero, un día, que en un primer momento creí sería el mejor de todos, ocurrió que jugábamos como de costumbre. El sol cedía paso a las sombras y Tanía habíase escondido tras los postes de uno de los puestos. Como supe que estaba allí, y evitando en lo posible que ninguno de nuestros amigos de juego sospechara, me acerqué despacio como un felino y, después de dar un salto cerca de ella le dije que estaba atrapada, que era inútil que siguiese escondiéndose. Ella reía y me decía que había hecho yo trampa, porque, dijo, no había terminado de contar hasta veinte, según era la regla de aquel juego. Entonces, la cogí de la mano, forcejeamos y reímos con las manos tomadas. Luego, no sé como pasó, el caso es que en in instante mis labios estaban pegados a los suyos. Fue un beso dulce, muy dulce, aunque rápido. Cuando nos hubimos desprendido no pude mirarla a los ojos, preso de verguenza. Finalmente llegó el momento de la despedida. Al día siguiente "jugaríamos" otra vez.

A la hora de la cena, mis hermanos y yo comentamos sobre lo bien que la habíamos pasado esa tarde. Mi hermana menor que también había participado del juego, dijo de pronto algo que cambió todo. Ella dijo: "Tania es buena, pero que pena que sea cojita, ¿no?". No podía creerlo. Habían transcurrido dos semanas desde que iniciáramos nuestros juegos y... ¡No me había percatado de ello! Pero qué ciego, qué imbécil.

Quedé estupidizado, absorto por tan súbita revelación.

Mas se supone que luego de saberlo, debía sentir lástima y comprender ese defecto suyo, pero no fue así. Desde ese instante sentí aversión por ella. La odié al instante. Lo sé, es algo tonto e irracional, pero no pude luchar contra mis más profundos sentimientos y decidí no verla más. No podía gustarme una coja, y menos podía amarla.

En los días sucesivos no salí a la calle. Arrepentido de aquel beso, decidí no salir más.

Tiempo después la vi. Efectivamente, tenía ese grave defecto. Una pierna más alta y más gruesa que la otra.

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