El Cebiche

27.6.09

Demetrio Mallqui, el portero de la UGEL, se hallaba ya en su puesto.

Primero llegó el director de la dependencia estatal y poco a poco el resto de los trabajadores. Cuando vio apearse de un taxi a la secretaria del director, los latidos del corazón amenazaron con derribarle, la sangre le discurrió por las venas a prisa y sus manos comenzaron a temblar. Al aproximarse, la saludó cortésmente, pero ella respondió con un gélido “Buenas” y en seguida subió, escaleras arriba, hacia su despacho. A Malqui ese “Buenas” le supo a “Malas”. Ni un ápice de calor, de afecto, halló en esa respuesta. Debía odiarla, detestarla a causa de semejante indiferencia y frialdad, pero se había enamorado, obsesionado con ella. Tanto, que dedicaba las veinticuatro horas del día a sostenerla en sus pensamientos. Repasaba a cada hora, a cada minuto sus ojos, su cintura y sus colosales piernas. En más de una ocasión sus superiores le habían llamado la atención por su falta de concentración en el trabajo. —¿Y qué importancia —se decía buscando la posible causa de la frialdad de su amada— el que por mi edad, pudiera ser yo su padre y ella mi hija? ¿No se ha casado, Claudio, mi hermano mayor, con una chiquilla de dieciséis, hace apenas un mes? ¿Qué de incorrecto habría en que yo, que apenas friso los cuarenta y ocho, y Erika, con sus hermosos veinte años, pudiéramos ser una pareja feliz? De modo que por ese lado no hay problema. La dificultad, según me parece, radica en que se le han subido los humos. Claro, como tiene un cuerpo fenomenal… Pero.. si cuando llegó era una pobre diabla, una idiotita por quien nadie daba un centavo. Mas desde que el director de la UGEL comenzó a cortejarla, a llevarla a las pollerías, a las discotecas, se cree la última chupada del mango. ¡La odio! Pero… pero, cuánto la amo. Erikita, mi amor, si fueras mía, oh, si fueras mía.

La voz de una pregonera que pasaba a esa hora lo sacó de sus cavilaciones.

—Ceviche, joven. Ceviche, señor, señora. Rico cevicheee…

Fue entonces que a Mallqui se le ocurrió una idea genial.

—Doña, ¿a cuánto el ceviche?

—A un sol nomás, caserito. Sale con papa y lechuguita. ¿Le doy uno?

Mallqui recibió un platito descartable que contenía un revoltijo de cebollas y

pescado (atún desmenuzado), que yacía empantanado en jugo de limón. Al costado, un trozo de papa harinosa y una lechuga de contornos negros. Pagó el sol y voló escaleras arriba. Avanzó luego un tanto nervioso, respiró profundamente y, armado ya de valor, se plantó frente al pupitre de la secretaria.

—Eri…, digo… señorita, por favor, sírvase un platito de ceviche. Está… rico.

Y antes de que la secretaria pudiera articular palabra, puso el plato y la cucharita descartable en el pupitre. Los oficinistas vecinos levantaban las orejas. Por fin dijo ella:

—Bueno, señor Mallqui… gracias. Mil gracias. Se ve sabroso. En un momentito me lo como.

Rojo ante las miradas indiscretas, el portero dio media vuelta y regresó a su puesto. Una alegría dudosa se apoderó de su rostro.

—Oh, no lo ha rechazado. Lo ha aceptado, lo ha aceptado. Qué felicidad. En este momento ha de estar comiendo y cada vez que se lleva una cucharada a su bella boquita, se acordará de mí. Si, sí. Y si continúo así, es decir, invitándola refresquitos y alguna que otra comida, pronto la voy a caer. Erika, oh, Erika.

Y en su mente volvieron a dibujarse las curvas de la chica. Se figuraba deslizando sus manos por ellas. Lo que más lo impresionaba era esa ausencia absoluta de grasa en la barriga, lo cual armonizaba con su cintura, con sus caderas y glúteos prominentes.

—Ah. Ya ha de haber terminado. Subiré y recogeré el plato, pues el servicio ha de ser completo, para que vea lo caballero que soy. Se habrá chupado los dedos. Seguro, seguro. Me lo va a agradecer infinitamente. Seguro que sí.

Subió pues y al llegar quedó pasmado, anonadado, en tanto que una rabia infinita ascendía de sus pies hasta la cabeza, la que estuvo a punto de estallar. Enrojeciéronse sus ojos, palideció el rostro y una mezcla de despecho y odio se apoderó de su miserable existencia.

Sentado junto a la secretaria se hallaba Abel, jefe de personal de la dependencia, quien acababa de devorar el ceviche, se limpiaba la boca con la muñeca de la mano y decía:

—Ahh. Erika, te pasaste, te pa-sas-te. Gracias. No estaba nadita mal.

Y ella sonriéndole respondió:

—De nada, Abelito.

Mallqui bajó a la carrera hacia la puerta de la dependencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario