El Gordo Sandía

22.6.09


Era un tipo vulgar. Vaya que era vulgar. Robusto, gordo. Con unas piernas gruesas, torcidas, cortitas. Un verdadero gorila. Pero lo que más llamaba la atención en él eran sus nalgas: grandes, redondas, carnosas. Nalgas de negra. Y le decíamos Sandía. Nunca supe quién lo apodó así, ni por qué. 

Un día creí que me salvaría. Pero en lugar de ello me decepcionó, como había decepcionado a todos los compañeros de la promoción.

Aquel día el alférez entró a la cuadra y nos pusimos en posición de firmes. El más antiguo de la promoción lo recibió. Tras el saludo, el oficial vociferó:

—¡Tienen un minuto para abrir sus roperos! 

Recordé al punto mis galletas, las barras de chocolate, los jugos en cajas. Creo que todos pensábamos en cómo salvar nuestras provisiones. El oficial confiscaría todo, absolutamente todo, pues estaba prohibido guardar alimentos en los roperos.

Entonces nos pusimos en movimiento, con los rostros desesperados. Unos tragaban los víveres a escondidas, otros los convidaban. Ni pensar en esconder nada: no había tiempo.

Cogí mis bolsa y no supe qué hacer con ella. De pronto vi a Sandía, que se hallaba al otro lado, en la sección de la batería bravo, contigua a la nuestra. Estaba tendiendo su cama. Le dije en voz baja:

—Eh, Sandía. Sandía, aquí.

Se asomó.

—¿Qué hay, promo?

—El alférez Moreno va a pasar revista de roperos ahora mismo. Por favor, guárdame mis cosas un momento. 

—¿Pero qué tienes allí?

—Mis golosinas: galletas, chocolates... luego te invito.

—Esta bien. Dame acá.

Le di la bolsa, la enorme bolsa (ya lo dije) con galletas, chocolates, etcétera.

—Muy bien —dijo el alférez, mirando su reloj—. Con todos, ¡atención!

Nos pusimos en firmes otra vez. Los roperos estaban abiertos. No había encontrado nada irregular en el mío, pero sí en el de Chánchez, Cheva y Calambre, que raneaban ahora como locos. 

Cuando el alférez se fue, di la vuelta para recuperar mi bolsa, pero me dijeron que Sandía había salido a alguna parte. Lo busqué en el baño, el patio, la cantina, los galpones y, finalmente, lo encontré en el baño. Estaba abrochándose la correa y acababa de tirar de la cadena. En su boca había restos de galletas y manchas de chocolate. Vi en el suelo las envolturas y el recipiente de uno de mis refrescos. 

Me miró sonriente. 

—¿Y mi bolsa?

—¿Qué bolsa? ¿Me has dado alguna bolsa?

Comprendí todo. Supe que iba a resultar inútil recuperarla.

—¡Cerdo de porquería!  —le lancé un puñete y lo dejé tendido.


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