Apresuró
el paso, pues vio que el sol empezaba a ocultarse. Los niños llevaban lágrimas
en los ojos y ella, un hilillo de sangre en la comisura de los labios. En su
cabeza retumbaban aún los gritos del marido. Le palpitaban las sienes y sentía
que las orejas le quemaban de rabia. “Nunca más, nunca más”, pensaba, mientras
arrastraba a sus hijos de la mano, quienes a causa de la pelea, aún no habían
almorzado.
—Que
se meta su chacra al culo —murmuró ella.
Subieron
la última cuesta. La maraña de arbustos les impidió el paso, pero avanzaron
venciendo los obstáculos. Llegaron exhaustos a la carretera y los chicos gemían
de cansancio. De cuclillas, intentó calmarlos, les limpió los ojos y les dijo
que en breve comerían.
Avanzó
entre las casitas de madera que se extendían a los lados de la vía. El sol se
había ocultado y las sombras extendían su manto oscuro sobre la tierra. Recordó
a Hilario, su marido. Cuán desgraciada había sido a su lado.
Se
detuvo frente a una tienda, cuyo letrero decía: Samira. Los niños señalaron las
galletas. La madre se metió las manos en los bolsillos.
—¡No!
—dijo, recordando que había olvidado los pocos soles que le quedaban.
La
noche se había instalado y los niños señalaban ahora las gaseosas y los panes
del mostrador, mientras tiraban del pantalón de su madre. Un nudo le cerró la
voz. Volvió a revisar sus bolsillos. Nada. Entonces, los niños comenzaron a
llorar.
—Ya,
ya —les enjugó las lágrimas—, espérense un momento. Dentro de un rato les compro,
¿sí? Pero espérense.
“Si
al menos —pensó— tuviera para los pasajes, tomaría un carro que me llevase a Tingo
María, a casa de Deliria, mi amiga”. Ella podía prestarle el dinero necesario
para dirigirse luego a casa de su madre.
En
la tienda había un televisor encendido. Detrás del mostrador una mujer gorda miraba
el aparato embobada. La joven madre, supuso que era la dueña. Al lado de la
mujer gorda había una muchacha, de unos quince años.
La
mujer obesa, al ver llorar a los niños, dejó de mirar el aparato y dirigiéndose
a la madre, dijo:
—¿Qué
desea, amiga?
Tras
un instante de vacilación la joven madre dijo:
—No,
nada…
Pero
los niños tiraban de sus dedos y lloraban con vehemencia. Sobre todo la niña,
que era la menor.
La
hija de la mujer obesa, se acercó a la joven madre y preguntó:
—¿Qué
les pasa? ¿Por qué lloran?
La
madre quiso huir llevándose a sus hijos; pero la quinceañera, se había
percatado ya de la causa del llanto de
los niños. Dijo:
—Si
desea, puede servirles la comida que ha sobrado en nuestra cocina.
Y
dirigiéndose a su madre, añadió:
—¿No
es cierto que la señora puede servirse la comida, mami? Es que parece ser que
los niños tienen hambre.
La
mujer obesa observó a la joven madre y a sus hijos. Dijo:
—Sí.
Pase, amiga, por este lado —y condujo a la joven madre hacia la cocina, que
estaba cerca—. Allí, sírvase. En esta olla está el arroz y en esta otra el
guiso. Ah, y después sírvase café. Pueden comer sobre una de las mesas de
afuera.
La
frentera de la tienda tenía un alero lo bastante largo para cubrir las mesas del
sol y de la lluvia. Se instalaron y comieron con voracidad, excepto la madre,
que había perdido el apetito, pues le quedaba todavía el sabor de la discusión,
aunque sí bebió la taza de mate.
Tras
la cena, la madre recogió y lavó los utensilios en el fregadero que había a un
lado del local; luego regresó a la mesa. Mientras los niños veían televisión ya
más calmados, ella pensaba en el modo de salir del apuro en que la había metido
el marido. No volvería a su cabaña, allá en la chacra, ni por todo el oro del
mundo. Hubiera preferido dormir en la calle arrullando a sus hijos antes de
volver con el hombre que bebía de continuo y la golpeaba. Además la engañaba.
La
mujer obesa se acercó a la mesa donde se hallaba la madre y sus hijos y
preguntó:
—¿Está
esperando algún carro para irse a Tingo María, amiga?
—No.
Sólo pasaba por aquí. Salí a caminar.
El
pequeño, que estaba atento al diálogo, intervino:
—Mentira.
Mi mamá se ha peleado con mi papá. Él le ha pegado y después nos hemos
escapado.
La
mujer obesa meditó un instante y luego dijo:
—¿Amiga,
no conoce a alguna chica que quiera trabajar aquí en la tienda? Necesito una persona
que me ayude a preparar la comida y a atender a los clientes.
A
la joven madre, la propuesta le vino como anillo al dedo y sin perder tiempo,
dijo:
—Doña,
si usted quiere, yo puedo ayudarla. Justo en este momento estoy buscando
trabajo.
—De
acuerdo —respondió la mujer obesa—. Me parece bien. El sueldo es de 180 soles. Además
te voy a dar una habitación. ¿Te parece?
La
oferta le pareció tentadora. Además no tenía opción y aceptó. Por otro lado, si
su marido la buscaba y la encontraba —que era lo más seguro— le diría que no
pensaba regresar con él, que no lo necesitaba y que por ella podía irse al diablo.
Estaba harta de sus desplantes, de sus golpes y de sus infidelidades.
—¿Y
cuándo puedes comenzar? —dijo la mujer obesa.
—Ahora
mismo, si quiere.
—Claro.
Me parece bien. Pero, ¿cómo te llamas? Mira que ni eso te he preguntado.
—Chela.
—Mi
Nombre es Vilma —dijo la mujer obesa—. Vas a estar bien acá. Incluso puedes
matricular a tus hijos en el colegio, que está cerca. Van ya ¿no? ¿Qué edad
tienen?
—Sólo
William, que entra a segundo grado. La pequeña es Jésica. Va a cumplir recién dos
años.
—¡Nata!
—gritó doña Vilma, dirigiéndose a la quinceañera—, quédate en la tienda. Voy a
acompañar a Chela a su cuarto. Vamos —dijo dirigiéndose a la madre—. Trae a los
niños.
Subieron
al segundo piso por una escalerilla de madera y caminaron por el pasadizo. Los
tablones crujían bajo sus pies. Había un espacio a modo de rellano, rodeado de
cuatro puertas. Ingresaron por una de ellas. En la habitación había un catre, un
colchón, una mesa y una silla.
—¿Te
gusta? —dijo doña Vilma.
A
Chela le gustó y se puso contenta. La dueña le prestó frazadas y a eso de las
diez estaban acostados. Le pareció que las cosas volvían a su cauce normal.
Hacía escasas horas su vida, su hogar, se había destruido. Y ahora, como por arte
de magia, gracias a un alma generosa, se había compuesto.
Al
día siguiente despertó muy temprano y puso manos a la obra. Ayudó a abrir la
tienda, a fregar los platos y a barrer la estancia. Un hombre maduro, el marido
de doña Vilma la vio en plena faena.
—Así
que eres la nueva empleada —dijo, mirándola de pies a cabeza.
Luego
se acercó y le alargó la mano.
—¿Qué
edad tienes, muchacha? Si se puede saber.
—Veintidós
—respondió Chela.
El
marido, sin dejar de mirarla, montó una
moto y arrancó carretera abajo. Ella se quedó un tanto intrigada por la mirada
de aquel hombre.
—Es
mi marido —dijo doña Vilma, que salió en ese momento—. Trabaja cerca de aquí,
en el consorcio. Volverá pronto y debemos tener listo el desayuno para cuando regrese.
Fíjate si ha hervido el agua, por favor.
El
marido volvió a las siete. Le sirvieron el desayuno y cuando Chela retiraba los
platos, él volvió a mirarla, con una mirada desconocida para ella. Don Pashá
terminó de comer y luego cogió la moto y salió otra vez.
Ese
mismo día Chela matriculó a William en la escuela. Prometió al director que pondría
en regla los papeles lo antes posible.
En
fin, nada raro ocurrió aquella semana, excepto las miradas furtivas de don Pashá,
cada vez que entraba o salía. La dueña parecía muy amable y trataba bien a los
pequeños. Nata, la quinceañera, entabló confianza con Chela.
Todo
parecía ir bien hasta que llegó el fin de semana. El sábado en la tarde cuatro hombres
se sentaron al rededor de una de las mesas y pidieron cerveza. Por sus
atuendos, por sus rasgos y su forma de hablar, se deducía que eran peones o
albañiles del consorcio. La dueña pidió a Chela que los atendiera y ordenó a Nata
que abandonara el mostrador, aduciendo que Chela se ocuparía de ello.
Chela
llevó las botellas y los vasos a la mesa del grupo. Sintió que los hombres lamían
su cuerpo con la mirada. Destapó las cervezas y luego volvió tras el mostrador.
Doña Vilma encendió la radio y subió el volumen. Las notas de la cumbia
inundaron el ambiente.
Los
hombres, de treinta años en promedio, empezaron a beber. Tras consumir las dos
primeras botellas, solicitaron más. Chela se acercó, depositó las botellas llenas
y retiró las vacías. Mientras se alejaba, los hombres, encendidos por el
alcohol, la miraban con lujuria, con ojos ansiosos.
Tras
el mostrador, Chela recordó la mirada de Pashá, era igual al de los hombres que
la miraban desde la mesa. Uno de ellos, alto y con un diente de oro, le guiñó
el ojo y le lanzó un beso volado. Los otros celebraron el atrevimiento a
carcajadas.
Entonces,
algo nuevo, nunca sentido, desconocido, se apoderó de ella. No sabía cómo
reaccionar ante las provocaciones de aquellos hombres. Interpretó sus miradas
como muestra de cariño. Sonrió. Una mujer normal, una señorita decente hubiera
sabido qué hacer en tales circunstancias. Hubiera bastado con poner cara de
perro para espantar a los hombres. Pero Chela no era una mujer normal y no
sabía mucho sobre la decencia de las señoras.
Había
nacido en Chinchao, un caserío ubicado entre Tingo María y Huánuco, cerca del
túnel Cárpish. Había abandonado la escuela cuando cursaba el tercer grado de
primaria por culpa de su padrastro que la sometía a constante acoso. La madre,
analfabeta, lejos de denunciar al hombre, expulsó a la hija, quien, desde
entonces vivió con sus abuelos en el mismo pueblo. Cuando cumplió los 14 años,
un muchacho de la zona la embarazó y abandonó. Y hace tres años había conocido
a Hilario, el padre de Jésica. Hilario, tenía edad para ser su padre o su
abuelo, pues contaba a la sazón con 46 años. Se había separado de su primera
mujer. Fue él quien llevó a Chela a la chacrita de San Sebastián. Allí habían
vivido los últimos años, que para la joven madre, resultaron los más tristes de
su existencia.
El
destino se había encargado de moldearla en forma rústica, silvestre, y ahora
cargaba con dos hijos de padres distintos. En su ignorancia, se figuraba que la
vida estaba exenta de preocupaciones siempre que hubiera un plato que llevarse
a la boca. Sin embargo, algunas veces soñaba con ser importante, con ser grande
y hasta se le ocurrió alguna vez viajar a Lima, a labrarse un mejor porvenir.
Mas los hijos —lo sabía— constituían su gran impedimento. Alguna vez los vio
más como estorbo que como bendición del cielo.
Embotados
ya los hombres por el alcohol, vieron en Chela —por sus sonrisas, por la forma
de cubrirse el rostro con las manos cuando la miraban—, a una presa fácil.
El
del diente de oro, animado por la cerveza, se atrevió a llamarla. Ella acudió,
sonriente.
—¿Qué
se le ofrece? —preguntó ella.
—¿Cómo
te llamas? —dijo el del diente de oro.
No
se esperaba que le dijeran ello. Sonrió.
—Chela
—dijo y volvió a cubrir su rostro. No estaba acostumbrada al trato con los
hombres.
—¿Soltera
o casada? —dijo el del diente de oro. Casi al mismo tiempo le ofreció un vaso
de cerveza, pero ella no se atrevió a beberlo, se limitó a sonreír, pero esta
vez con coquetería. Evitaba mirar los ojos del hombre. Se diría que se turbaba,
que era tímida, inexperta. Tampoco respondió a la pregunta y se alejó con pasos menuditos, moviendo la
cintura.
Los
hombres la miraron con las bocas abiertas, embobados por aquellas curvas, que
aún conservaba intacta su sensualidad, pese a haber parido dos veces.
—Para
mí que ésta es una del cuento —dijo uno de los hombres—. Hay que preguntarle
cuánto cobra.
Pero
ninguno preguntó nada. Sólo se rieron y miraban, cómo la miraban. Pronto, ya ni
disimulaban.
Nuevos
hombres llegaron y ocuparon las mesas vacías y pronto el local parecía una
cantina. A medida que las horas pasaban las hormonas de los hombres vieron en
Chela el objeto de su desahogo. Fue entonces que la vanidad, el orgullo de
saberse acosada, deseada, operaron en ella la transformación. Había
descubierto, así lo creyó, su verdadero valor. Años de vivir en la chacra le
habían impedido saber que era bonita y por tanto admirada. Los hombres recién
llegados se sumaron a la lascivia y ella malinterpretaba sus intenciones. “Se
han enamorado de mí”, pensaba.
Serían
ya las dos de la madrugada cuando los últimos hombres, tambaleantes, se
retiraron. La joven madre, luego de efectuar la limpieza, subió a su habitación.
Los niños dormían. Se acostó pero no durmió. Se quedó todavía pensando en los
hombres.
—Me
miran, me quieren porque… Pero, ¿por qué me miran tanto? Se habrán enamorado de
mí, porque… Soy bonita. Creo que soy bonita y nunca me había dado cuenta.
Por
increíble que pareciera, Chela no comprendía que no podía haber un átomo de
amor en aquellos hombres. Sin embargo, no deseaba sustraerse a sus halagos, a
sus miradas. Las palabras cariñosas de aquellos hombres, aún cuando estuvieran algo
cargadas de tono, la hacían sentirse valorada, estimada. Qué diferente era el
padre de William, quien jamás le había dicho nada bonito. Se durmió con una
sonrisa en los labios.
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