El dueño del triciclo

3.7.09

En la esquina entre San Camilo y Arias y Aragüez hay un triciclo repleto de caramelos, galletas, cigarrillos, bombones, chisitos, gaseosas, turrones, chicles, refrescos en cajitas y, en fin, toda clase de golosinas. Al lado de este triciclo, sentado en una banca de madera, hojeando un periódico, está el dueño. Para asegurarse una posición más cómoda ha puesto un pie sobre una caja de gaseosas. Son casi las cinco de la tarde y aún hace calor.

Deja ahora el periódico sobre la montura del triciclo para atender a un cliente que parece solicitar —es lo que parece desde mi posición— una cajetilla de cigarrillos. En efecto, el cliente coge la caja y extrae uno, pide fuego y el dueño le proporciona un encendedor. Tras expulsar una bocanada, que el viento deshace en remolinos, el cliente se aleja por San Camilo y se pierde en la distancia.

El dueño mete el dinero en su bolsillo, acomoda un poco la mercadería, coge el periódico, se sienta otra vez y torna a colocar el pie sobre la caja.

Desde hace más de una hora, como onda expansiva, cuyo epicentro se halla en el estadio, ubicado a dos escasas cuadras de aquí, llega a mi oído el griterío, el estruendo de alguna hinchada. Imagino al Bolo y al Universitario destripándose a puntapiés. Pero ahora, en este instante, todo parece estar en calma. Aunque se trate tan solo de apariencia, porque, de pronto, oigo un rumor difuso, apenas perceptible al inicio, pero que poco a poco crece. Desde el balcón, asomo la cabeza en dirección al estadio. Sus puertas vomitan un mar de gente que avanza en todas direcciones, en muchedumbre compacta. “El partido ha terminado”, pienso. El gentío sigue avanzando, toma las calles, se desparrama. Ahora se aproxima. Puedo verlos mejor. Es una turba de jóvenes, muchos de ellos con pinta de pandilleros, de vagos, de rufianes; unos con polera y otros con el torso descubierto. Hablan en voz alta, vociferan, se insultan, los rostros sudorosos, los abdómenes con cicatrices y los miembros tatuados. Algunos portan aretes. La marejada humana, ¿humana?, continúa avanzando en dirección a la avenida Leguía.

Cuando ya están cerca de San Camilo, el dueño los ve llegar. Se le ve nervioso, se pone de pie. Demasiado tarde, pienso. Dos, tres, diez jóvenes rodean el triciclo. Ahora son casi veinte, treinta. El dueño está desesperado, le faltan ojos para vigilar su mercadería. Discute con uno de ellos mientras otro coge un puñado de galletas y huye. En un segundo, alguien derriba al dueño y lo patea.

Cual hienas hambrientas, decenas se precipitado sobre el triciclo y lo saquean. Es un loquerío increíble: cogen, arranchan, arañan todo lo que pueden, se arrebatan entre sí. Las golosinas vuelan de aquí para allá, se derraman en el suelo, pisoteadas. Uno de los rapaces se aleja apoyando contra su pecho varias botellas de gaseosas. Otro, a pocos metros, ha empezado a devorar los bizcochos.

En fin, en breve, de la mercadería, no queda nada. El dueño, apoyado de espaldas a la pared de la casa más próxima, ni siquiera osa defenderse. Un hilillo de sangre se arrastra por su labio superior, desde la nariz.

Cuando finalmente la masa se ha alejado, el hombre coge la banca, comprueba que le falta una pata, la arroja furibundo, se sienta al borde de la vereda, agacha la cabeza y llora.

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