Respeto

11.7.09

Jugaba yo en el patio cuando llegó tío Saturnino. No bien me vio, dijo:

—Hey, tú. ¿No sabes saludar?

Detuve mi juego tan sólo un instante, pero no hice caso, y seguí en lo mío.

—Oye, te estoy hablando. ¿No sabes saludar?

—Buenos días —respondí en voz baja.

—Buenos días, qué —dijo él en tono autoritario.

Miré al suelo: una hormiga trasladaba un trocito de arroz.

—¡Carajo! ¡Te estoy hablando! ¡Buenos días, qué!

—Buenos días, tío—respondí asustado.

—¿Así te educa tu madre? ¿No te han enseñado que hay que saludar a los mayores?

Volví la vista hacia la hormiga.

—¡Mírame cuando te hablo! ¡Caramba! Si fueras mi hijo hace rato te hubiera agarrado a correazo limpio.

Sus palabras me llegaron al alma esta vez. Sentí mi sangre calentarse y lo miré con odio. Vi en la frente su horrible lunar, lleno de pelos. De sus ojos parecían brotar llamas de fuego.

—Y ahora —continuó— hazte a un lado, mocoso de miércoles.

Iba a obedecer la orden, pero algo, no se qué, me hizo decir:

—No quiero.

Sus ojos saltaron de las órbitas, pálido el rostro.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho? A ver, repite eso, mocoso.

—¡No quiero! —grité.

—Ah, ¿no? Ahora vas a ver.

Se llevó las manos a la correa, que desabrochó en un instante y la blandió en el aire.

Mas antes de que pudiera descargar golpe alguno sobre mí, cogí un trozo de fierro que había en el suelo y, con toda la fuerza de que fui capaz, se lo arrojé.

—¡Ay¡ ¡Maldito! ¡Desgraciado! —vociferó al tiempo que inclinaba la cabeza y se llevaba las manos al rostro, del cual empezó a manar sangre.

Me asusté.

Transcurrieron uno, dos segundos angustiantes.

—¡Oh, mierda! —continuó quejándose—. Te jodiste, te jodiste.

Se incorporó con un gesto de dolor y rabia. Mostrándome sus dientes amarillos dio un salto hacia mí. Caí al suelo al retroceder. Luego levantó la correa muy alto.

—¡Qué sucede aquí! —intervino mi tía, que salió de la cocina, y viendo al marido disponerse a castigarme se interpuso entre él y yo.

—¡Quítate de allí, mujer. Ahora mismo voy a matar a esta basura.

—¡No! —dijo ella, mientras miraba a su alrededor—. Pero, Dios mío, qué pasa aquí. ¿Qué sucede? ¿Qué te ha pasado?

En ese instante llegó mi madre, a quien viéndola, el tío Saturnino dijo:

—Alejandrina, mira al malcriado de tu hijo. ¿Ves lo que me ha hecho? Esa es la clase educación que le das a este…

Al ver la escena mi madre abrió la boca, estupefacta, pero no pudo hablar.

La sangre corría ahora como un río. Una gran herida, una boca roja, cerca del lunar, se habría en la frente.

—Te lo tienes bien merecido —intervino mi tía—. Toda la vida te la pasas maltratando al chico: le insultas, le pellizcas, le das coscorrones, le jalas las orejas, le pateas y, no hace mucho, te has atrevido a doblarle el brazo hasta hacerlo aullar, y todo ello sin motivo alguno.

—Cuñado —dijo por fin mi madre—, ya basta.

De pronto, como si tuviera las orejas sucias, mis oídos se cerraron y no pude escuchar más. Allí estaba yo, sentado en el suelo, con los ojos a punto de estallar en lágrimas; mi tío tiñéndose de rojo; mi tía y mi madre muertas de susto e indignación.

Finalmente, lloré, pero tampoco pude oírme a mí mismo. Los vi hacer gestos, muecas, mover las manos en actitud de discusión. Al rato vi a mi madre y a mi tía conducir al tío saturnino hacia la puerta de la calle.

En la noche, ya en casa, mi madre, me dio una severa reprimenda. Y cuando le hubo pasado el enojo me contó que al tío tuvieron que llevarlo a la clínica, donde le aplicaron diez puntos antes de raparle la cabeza. Además me dio un sermón sobre el respeto. Me dijo que debería pedirle perdón; sin embargo nunca tuve la oportunidad, pues, desde entonces, el tío jamás quiso verme.

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