Primer día de clases

26.7.11

Lo recuerdo muy bien. Estaba sentado a mi mesa, con mi lápiz y mi cuaderno. Mi madre se aproximó a mí y me dijo que ya se iba, que vendría a recogerme al mediodía, que comiera mi pan a la hora del recreo. Yo cogí su mano y le rogué que no se fuera, no iba a quedarme solo por nada del mundo.

—Mira a los otros niños —respondió—. Están solos, sus papás se han ido. Pero no están solos del todo. Están con la profesora. Ella les va a enseñar cosas, a cantar, a bailar. Será divertido, ya lo verás.

—No te vayas —insistí—. Quédate.

—No. ¿Acaso has visto a algún papá en el aula? Ellos se van porque deben trabajar. Luego vienen para recoger a sus hijos, tal como yo vendré a recogerte. Y ahora, hasta pronto —me estampó un beso en la mejilla. Luego se encaminó hacia la puerta. Yo iba a pararme para seguirla, pero la profesora me tomó del brazo.

—¿A dónde vas, niño? —dijo. La miré a los ojos un segundo. Luego me volví hacia mi madre, que se había quedado en la puerta, mirándome. Noté que ella también estaba algo triste. Movió la mano en señal de despedida. Entonces me zafé con todas mis fuerzas y corrí hacia ella, con lágrimas en los ojos. Los otros niños me observaban con curiosidad. Dos o tres rieron a carcajadas. Pero no me importó. Me aplasté contra las faldas de mi madre, me aferré a sus piernas y estallé en llanto.

—No me dejes. Llévame contigo.

Se acuclilló y enjugándome las lágrimas me recordó que un día antes habíamos hablado sobre el primer día de clases. Habíamos acordado que yo sería valiente, y que no iba a llorar. Entonces recordé. Yo le había asegurado que jamás lloraría. Los otros niños eran cobardes; yo, el “Chercho”, era muy valiente. No me iba a dar miedo el colegio. Los hombres no tenían miedo a nada.

Me hizo recordar todo ello.

—Así que ahora quédate —terminó.

Permanecí un rato viendo sus ojos. Me volví hacia la profesora que ahora apoyaba el hombro contra el marco de la puerta, los brazos cruzados sobre el regazo.

—No, mamá —dije—. No me importa ser valiente. Tengo miedo. No quiero estar sólo. Llévame.

—Señora —intervino la profesora—. Hágale caso. Vamos, lléveselo a casa. No es necesario que entre hoy mismo. Pero vaya animándolo, con buenas razones, para que en el futuro se acostumbre.

Mi madre sonrió y asintió. Se puso de pie y, cogiéndome de la mano, echó a andar. Yo la seguí, con el corazón aliviado. Lo recuerdo muy bien. El patio estaba desierto. Al fondo, más allá del descampado, el quiosco ya había abierto sus puertas. En las aulas bullían los rumores de las clases.

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