Era un chico casi normal, de catorce años. Tenía miedo, mucho miedo.
Vivía atormentado por el temor al juicio final, porque un día, hace años, cuando cursaba aún el primer grado de primaria, la profesora le había dicho:
—El día del fin del mundo, Dios proyectará en el cielo una enorme pantalla, como de televisión. Y se verán allí, uno por uno, los pecados de todos los hombres, incluidos los muertos. El mundo será testigo de sus faltas. Así que de nada sirve que peques ahora a escondidas porque, entonces, todo se sabrá.
Desde aquel momento vivió perseguido por sus pecados, aunque esta preocupación tuvo un lado positivo, pues se guardaba en lo posible de cometerlos. Sin embargo a veces pecaba con la mente: se veía a sí mismo cogiendo las tetas de Rosario, la chica más bonita del colegio o haciéndole el amor a Águeda, su vecina. Luego se apoderaba de él el remordimiento: el día del juicio final todos, absolutamente todos, sabrían lo que había pensado. La gran pantalla lo delataría.
Fue entonces que intentó controlar su mente de mil formas, a fin de que no le jugara ninguna mala pasada. Veía programas de televisión sanos, leía libros sanos, en especial la Biblia. También optó por practicar mucho ejercicio, y, cuando salía a la calle o al colegio, procuraba no mirar a ninguna chica bonita, pues eran la principal fuente de sus viles pensamientos.
Pero un día su mente volvió a traicionarlo. Se percató de ello sólo cuando, en su pensamiento, el sacrilegio ya estaba consumado. Lo que pensó fue esto: se vio completamente desnudo, con su criatura erecta. Entonces apareció Jesucristo, también desnudo. El chico se acercó a él por la espalda y le hizo el amor.
—¡Es lo peor que he podido pensar! —se decía arrepentido, mientras se tiraba de los cabellos.
El peso de su culpa era tal que se bañó con agua caliente, lo que le produjo graves quemaduras. Se flageló hasta sangrar, y mientras lloraba, estrelló la cabeza contra la pared repetidas veces.
Finalmente decidió acudir a la parroquia. Cuando el sacerdote estaba ya sentado en el confesorio y se disponía a escucharlo, el chico no tuvo valor para confesar su crimen. Pues, tamaño pensamiento, era para él más que un crimen, más que un sacrilegio.
Desde entonces, cada vez que sus pensamientos intentan escabullirse fuera de su control, imagina una nueva escena: se ve ardiendo en el infierno.
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