Diva adoraba a Tarzana. Lo primero que hacía al levantarse era dirigirse a la cocina con el fin de prepararle el desayuno.
La hambrienta perrita, aún sobre la cama, alzaba la cabeza, olfateaba el aire y, dando un salto al piso, corría para plantarse a los pies de su ama. Ésta la miraba con ternura.
—Espera un ratito, mi amor. Espera.
Con la lengua afuera, la perrita meneaba el rabo y lloriqueaba de desesperación. Con sus gestos parecía querer decir: “Sírveme la comida, por el amor de Dios. Sírvemela ahora”.
Cuando por fin su ama depositaba el platillo en el suelo, hundía el hocico y tragaba el pan con leche a grandes bocados. A Diva le encantaba ver cómo Tarzana terminaba lamiendo el recipiente hasta dejarlo limpio. Una vez que la cachorra quedaba satisfecha, Diva la hacía echarse de costado y palpaba su abultada barriga, mientras le decía:
—Huy, mi lindura, ahora sí estás gordita, como una cerdita.
La perra le mordisqueaba los dedos despacito. Parecía comprender que si la dañaba no recibiría más alimento. Diva contemplaba sus blancos colmillos, sus ojillos tiernos y sus orejas lanudas. Al verla así, tan alegre, no dudaba de que los perros sabían reír.
Luego la cargaba como a la hija que nunca tuvo.
—Vamos a abrir la tienda —le decía.
Diva tenía una tienda. De algo tenía que vivir. La depositaba un momentito sobre la hamaca y procedía a levantar el portón enrollable. La perra salía corriendo a la calle y ladraba a los transeúntes. Algunos se asustaban pero Diva les decía que no se preocuparan, que era cachorrita aún y que no mordía. Luego de abrir, Diva se sentaba en la hamaca, llamaba a la perra y la hacía recostarse sobre su regazo. En seguida procedía a quitarle las pulgas, que mataba con las uñas. Pero la perrita casi nunca se estaba quieta. Ardía en deseos de corretear a la gente. Una vez había intentado morder a Tomasa, la vecina de enfrente, mientras barría su vereda. Tomasa se defendió espantándola con la escoba pero Tarzana no se dejó amedrentar y mordió la paja con rabia. Y desde entonces la vecina le había tenido cólera. La amenazaba, medio en broma, medio en serio, diciendo que un día de estos iba a traer a su perra de la chacra para que la pusiera en su lugar. Diva creía que eran sólo amenazas. Tomasita no tenía perros seguramente, pensaba.
Pero una mañana sobrevino la desgracia. Diva, que no sospechaba siquiera lo que estaba a punto de ocurrir, había abierto la tienda como de costumbre y la perra había salido a retozar. De pronto oyó un chillido de perro pequeño y terribles gruñidos de perro viejo. Salió hacia la vereda y lo que vio la hizo saltar los ojos y llevarse las manos al rostro. La perra de Tomasa, un pastor alemán grande, zarandeaba por la cabeza a Tarzana. La cachorra parecía un estropajo inservible. Sus aullidos desgarraban el corazón de su ama. Esta no supo qué hacer al principio, pero un segundo después cogió la escoba de su tienda y fue al rescate de su querida perra. Vecinos y transeúntes la vieron blandir el palo sobre la cabeza de la pastor alemán, que un momento después dejó a su víctima y mostró sus enormes fauces. En ese instante Tomasa salió y la perra adulta embaló y entró por un costado. Diva levantó a su perra ensangrentada, que emitía lastimeros gemidos y parecía a punto de morirse.
—Oh, Dios mío, Tomasa, ve lo que ha hecho tu perra a mi Tarzanita.
Pero Tomasa no dijo nada. Se limitó a entrar a su casa y cerrar la puerta.
Diva puso a su perra en el piso de la tienda y se acuclilló para examinarla. Vio horrorizada que había dos colgajos en el rostro del animal. ¿Qué eran esas cosas? No podía ser. No podía ser. Eran sus ojos. ¡Sus ojos! La maldita perra de Tomasa la había arrancado los ojos.
Y en un ataque de desesperación hizo lo que cualquier cristiano hubiera hecho. Cogió los globos ensangrentados, que a modo de yo-yos colgaban, y los devolvió a sus cuencas. Lo hizo rápido, desesperada. Todavía por un costado del ojo derecho había quedado visible un filamento sangriento, algo viscoso, que le recordó las tripas de los pollos, y con cuidado metió también aquel filamento. Luego, cargó a la perra hasta su habitación y allí la vendó por la cabeza.
Durante los días siguientes rezó mucho. Tenía la esperanza de que su perrita volviera a la normalidad, que viera otra vez y que correteara como lo hiciera todas las mañanas. Tarzana recuperó las fuerzas sólo un poco. Se pasaba casi todo el día en su lecho, en un rincón de la habitación. Y afortunadamente, poco a poco, recuperó el apetito.
Al tercer día Diva retiró el vendaje. Pero comprobó aterrorizada que los ojos estaban cerrados. No habían sanado aún del todo y decidió dejar pasar otros dos días, tiempo en que la perra gateaba por lo ciega que se hallaba. Mas Tarzana siguió igual y finalmente, su ama decidió llevarla al veterinario, a quien refirió lo ocurrido.
El especialista examinó al animal con unos aparatos.
—Lo siento, señora —le dijo, guardando en el bolsillo del guardapolvo una linternita—. Su perra quedará ciega para siempre.
—Oh, no —sollozó la mujer—. Esa maldita. Esa maldita perra tiene la culpa.
—No hay duda de ello, pero me temo que a usted también le cabe un poco de culpa.
—¿A mí? ¿Por qué dice eso, doctor?
—Usted, sin querer claro, cometió un grave error.
—¿Pero qué error, doctor? Dígalo de una vez.
—Al devolver los globos oculares a sus cuencas no lo hizo de la manera correcta. Usted los puso al revés. Hacia adentro. Es decir, que ahora están mirando en dirección del cerebro.
La mujer se llevó las manos al rostro y se dejó caer sobre el asiento. La perrita continuaba anestesiada sobre la camilla.
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