Aquel sábado, luego de una refrescante ducha,
Cheva y yo nos dirigimos a la discoteca Pinto 90, ubicada a un costado del
colegio FAZ. En la entrada había una gran cola y la música se escuchaba por
toda la cuadra. Compramos los boletos e ingresamos. Humo, luces, música techno,
mucha gente. La luminosidad violeta resaltaba el blanco de las prendas y
también de los ojos y de los dientes. Procedimos a dar vueltas para encontrar
al resto de compañeros. Nos abrimos paso casi a empujones. Algunas parejas,
apoyadas contra la pared, se besaban con desesperación y se enfrascaban en
caricias desenfrenadas. La muchachada se apretujaba en la pista de baile,
dominados, arrebatados por los compases de Modern Talking. Cierta envidia se
apoderó de mí al ver que casi todos los chicos llevaban el cabello largo, en
cambio a nosotros, soldaditos rasos, nos sentaba mal la cabeza al rape; pero ni
modo, debíamos resignarnos a ser rechazados por las chicas al momento de
invitarlas a bailar. Al no hallar a los muchachos, nos dirigimos a la barra.
Bebíamos cocacola cuando vimos en la pista de baile a una chica que llamó
poderosamente nuestra atención. Vestía una apretada minifalda roja, un cinturón
negro ceñido a la cintura, una blusita que dejaba ver el ombligo y los hombros
desnudos. Además llevaba unos zapatitos blancos, y, en el cabello, una cinta
blanca. Su rostro lucía un maquillaje sexi: labios rojos, pestañas largas y
escarcha en los párpados.
—Está buenaza la flaca —observó Cheva—. Mira esas
patazas.
La chica irradiaba sensualidad por los cuatro
costados, tanto, que un joven se atrevió a invitarla al centro de la pista.
Ella aceptó y pronto estaban moviéndose, de modo que todos los miraban.
—Oye —dijo Cheva—. No puede ser.
— ¿Qué sucede? —dije—, pegando mi boca a su
oreja, pues el volumen de la música era alto.
—La chica. Fíjate bien.
Y, tras observarla detenidamente, me di cuenta
que esa “chica”, tan bien vestida, tan sensual, que cautivaba a cuantos la
miraban, era nada menos que Lisberth. No cabía la menor duda. A simple vista
cualquiera hubiera podido confundirlo con una mujer de verdad. ¿Quién hubiera
imaginado que se trataba de un hombre? El muchacho que bailaba con “ella”
ignoraba su verdadera naturaleza y por la forma de bailar, noté que deseaba
enamorarla, ganarse su cariño y, muy probablemente, su amor.
En eso, emergieron de entre la penumbra y las
luces multicolores Heriberto y Soria, a quienes saludamos con un efusivo
apretón de manos.
—Oigan, compadres —dijo Cheva dirigiéndose a
ambos—, vean quien esta allí.
Los muchachos la reconocieron al instante y
quedaron con las bocas abiertas.
—Pero si parece una hembrita —dijo Soria.
—Ah, su madre —remató Hedilberto, expulsando una
bocanada de humo al aire.
Cheva, cuándo no, tuvo una idea audaz.
—Oigan, voy a decirle al pata ese, quién es la
hembra con la que baila.
En efecto, antes de que pudiéramos detenerlo se
acercó al oído del muchacho y se lo dijo. Al principio parecía no entender pero
luego dejó de bailar, miró de pies a cabeza a su pareja y en un instante se
perdió entre el gentío.
Al mismo tiempo, la chica reconoció a Cheva y
oímos que dijo:
— ¿Qué haces tú por acá?
Cheva rio y luego nos señaló. Lisberth aguzó la
vista y a una mirada suya comprendimos que nos había reconocido. Se acercó y le
estiramos la mano. Ella o él nos ofreció la mequilla, que por su puesto nos
negamos a besar. El ruido de la música impedía escucharlo, pero aun así
intercambiamos algunas palabras.
—Estás cambiada —decía Cheva—. Tienes buen
trasero.
—¿Qué dices?
—Que tienes buen trasero.
—Gracias —respondió ella, esbozando una sonrisita
gay, al tiempo que sus manos, sus pies y su cuerpo entero dibujaban movimientos
femeninos.
Mientras hablábamos, aunque no comprendíamos
claramente a causa del bullicio, apareció un muchacho con gesto afeminado pero
vestido de hombre, todo de blanco, quien de un tirón se llevó a nuestra
compañera. Esta, antes de perderse, se despidió con un coqueto movimiento de
mano.
Esa noche mis amigos y yo bailamos apenas un par
de piezas, pero eso sí: bebimos muchas cervezas. A las once salimos a la calle
y nos despedimos de Heriberto y Soria.
Estábamos a la altura de la avenida Leguia, en la
esquina de la feria 28 de julio, cuando vimos a Lisberth.
—¿Qué haces aquí? ¿A quién esperas?
—A un amigo. ¿No vieron a Genaro, el chico que me
acompañaba?
—¿Tu colega? —dijo Cheva.
—Oye, ¿qué te pasa? Es mi amigo. Mi pata del
alma.
Daba risa escuchar el tonito de su voz y la forma
cómo movía los labios y las manos al hablar.
—¡Qué amiga ni amiga! Es otra cabra igual que tu.
¿Si o no?
—¿Qué tienes, Chevita? ¿Estas agresivo esta
noche? ¿No te faltara algo?
—¿Yo? Estas más loca que una cabra.
—Bueno, bueno —intervine—. Dinos, Lisberth, ¿qué
ha sido de tu vida? Se ve que la vida civil te ha asentado bien. Estás…, como
dicen ustedes…, regia.
—Gracias, Mario.
—Nos enteramos de lo que pasó en el cuartel entre
tú y el suboficial. A poco es mentira todo lo que se cuenta.
—¿Y qué se cuenta, pues?
—No te hagas la loca —intervino Cheva—. Dicen que
los encontraron en el galpón con las manos en la masa. Ya sabes. Haciendo cosas
ricas.
—¿Y qué querían? —dijo Lisberth— ¿Acaso no maté
dos pájaros de un tiro? Me comí al gordo ese y ahora estoy en la rica lleca.
—Qué rata eres —dijo Cheva—. Entonces, es verdad
eso de que no hay maricón sin suerte.
—Pero ya dejen de hablar estupideces —dijo
Lisberth—. Escuchen, los invito a una fiesta.
—¿Cuándo? —pregunté.
—Ahora mismo. Por eso estoy esperando a Genaro.
Vamos a ir juntas.
—¿Y que clase de fiesta es esa? —dije.
—Ay, ni se imaginan. Va a haber full trago, full
música y después, cuando todo acabe… lo que imaginan. ¿Se animan, chicocos?
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