Vivía yo en casa de mis tíos.
Mi primo era algo mayor que yo, y era toda una joya. Un día me llamó a su cuarto (pues tenía cuarto propio) y me dijo:
—Mira lo que tengo.
Y diciendo esto, sacó de debajo de la cama una paloma blanca, que en realidad era apenas un pichón. Mi tío era aficionado a la cría de palomas y los tenía por cientos sobre el techo de su casa.
—¿Qué haces con esa paloma? —le dije.
—Voy a hacer un experimento —respondió mi primo.
—¿Qué clase de experimento?
—No sé —dijo—. ¿Qué te parece si lo electrocutamos?
—No —dije—. No hagas eso. Le va a doler.
—No seas imbécil. Claro que le va a doler. De eso se trata, de que le duela.
—Pero, a mí me da mucha pena —dije.
—Y a mí qué diablos me importa tu pena, so serrano.
No me atreví a chistar. En casa ajena es difícil hacerse el valiente. Mi madre se hallaba de viaje y mi primo me pegaba cada vez que no obedecía a sus caprichos.
Sin más ni más, cual si fuera un mago, sacó de debajo de la cama un cable de luz y lo ató en la patita del pobre animal. Luego, se dispuso a conectar el otro extremo en el tomacorriente.
—¡Nooo! —Grité— ¡Se va a morir! ¡Suéltala!
—No te preocupes—alegó con total tranquilidad—. Será sólo un rato.
Me apartó de un empujón. Vi cómo conectaba el cable. La paloma se sacudió enloquecida, mi corazón se sacudió enloquecido. Mi primo reía.
—Ya le va a pasar. En un momento va a estar quietecita. No te atrevas a tocarla. Déjala. Ahora se pondrá quieta. ¿Ves? Así, así. Eso es.
Los aletazos cesaron y poco a poco dejó de moverse.
—¿Qué le pasó? —dije.
—¡Qué bruto eres! —dijo, riendo—. ¿No te das cuenta que está muerta?
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